[Sección Literatura] Entre Letras con… Jesús Comesaña (III)
Vanesa Medina 4 abril, 2014 0
Seguimos en nuestra sección de relatos con esta historia que tenemos entre manos… Bueno, en realidad, está en las manos de Jesús, que es el encargado de que nos sintamos rodeados de zombis mientras estamos tranquilamente delante del ordenador. Y la cosa se pone cada vez más interesante…
¡Ah! Por cierto, aún no os habíamos dicho el título de esta aventura, ¿verdad? ¡Pues le ponemos solución!
Tras los muros
Jesús Comesaña
Un gran aficionado a los videojuegos desde que tengo memoria (empecé con megadrive), jugador de rol empedernido desde los 11/12 años, cinéfilo, y escribo desde los 13 años. A estas alturas, me gustaría ganarme la vida escribiendo. También soy lector asiduo desde los 11 años.
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Reminiscencias
—¡Cuando estáis fuera de los muros no hay nada seguro! —gritaba el instructor—. ¡Debéis prestar atención a todo! ¡Debéis desconfiar del entorno, de las armas y de las medidas de seguridad! Es lo único que os mantendrá vivos.
Clara y el resto de nuevos reclutas permanecían firmes, incómodos, con la vista clavada al frente. Toda una hornada de nuevos soldados para expediciones de reconocimiento. Todo un grupo de personas sacadas a rastras de sus casas, obligados por la ley marcial a servir. «Todo el que tenga la capacidad para sujetar un fusil debe cumplir servicio obligatorio en las Fuerzas Militares Defensoras». Decían que ellos serían los primeros en cumplir con aquella nueva normativa, implantada después de dos años de reclusión tras los muros, después de la Pandemia Z. ¿Y qué se hacía en aquél programa? Te enseñaban a sujetar y disparar un par de armas, a evitar el contacto con los Cadáveres, a reconocer el terreno y asegurar el perímetro, y lo más extraño de todo: primeros auxilios. ¿Para qué? Todo el mundo sabía que si te mordía un Cadáver, eras uno de ellos al cabo de un par de días. La única cura posible era una bala en el cerebro —si tenías la suerte de tener un arma de fuego a mano, si no, lo mejor era arrojarte de cabeza al vacío—.
—¡Señor! ¡Tengo una pregunta, señor! —dijo sin desviar la mirada.
—Permiso para preguntar, recluta.
—¿Para qué los primeros auxilios, señor? ¡Los Cadáveres no hieren, matan!
El instructor se colocó erguido, con porte marcial, frente a Clara y la miró fijamente, en silencio.
—¡Porque el hombre es el más hijo de puta de todos los hijos de puta con los que os cruzaréis ahí fuera! —espetó—. ¡No esperéis que os reciban con los brazos abiertos y os garanticen seguridad sólo porque no vais a comeros a toda la gente de un refugio!
Incluso para ella, que había pasado por más mierda de la que podía imaginar antes del brote, aquella verdad, dicha en voz alta, y de la manera más cruda, era descarnada y desesperanzadora. Porque el depredador del hombre era el propio hombre.
La espabiló el dolor.
Sentía un doloroso tirón en el hombro, y un horrendo martillazo en las sienes, con cada paso, con cada zancada apresurada. Pero ella no estaba corriendo. Cuando abrió los ojos, las luces bailaron ante su vista, cegándola. Se intensificó el dolor en las sienes. Sintió el sabor metálico de su propia sangre en la boca y los labios. Trató de llevarse la mano a la cara, de encontrar la fuente del dolor. No pudo, el brazo no le respondía, no se movía, y el intento de obligarlo a moverse hizo que se le saltasen las lágrimas y se le enturbiasen los sentidos.
No fue hasta que se calmó el dolor, aun sintiendo un malestar insistente en el hombro y la cabeza, que sintió el aire frío en la cara, que escuchó los jadeos, que sintió el calor de otra persona. No fue hasta que se obligó a entreabrir un poco los ojos que entendió por qué tenía la impresión de estar moviéndose: Sergio cargaba con ella, y estaba corriendo.
¿Por qué corría? Un terror frío le atenazó las tripas. Ella lo sabía, sólo corres en campo abierto cuando te persigue algún tipo de Sabueso.
A lo lejos, había una casucha de aspecto destartalado. Sergio corría tan rápido como podía, pero cargando con Clara no estaba seguro de poder alcanzar la casa antes de que los perros le alcanzasen a él. Corrió lo más rápido que pudo. Corrió hasta que pensó que sus pulmones iban a estallar. Corrió hasta que las piernas le dolieron a rabiar. Corrió sin mirar atrás, sin pararse a pensar, ignorando todas las señales de su cuerpo que le gritaban que parase. Corrió hasta ignorarlo todo, hasta alcanzar la casa, con la esperanza de que aquella fea puerta estuviese abierta. Corrió con la esperanza de que aquél lugar tampoco fuese su tumba.
«Gracias». La puerta giró sobre las bisagras con un chirrido estridente, desagradable. Entró y cerró la puerta tras él. Dejó caer a Clara en el suelo. El golpe terminó de espabilarla, y gritó de dolor cuando cayó sobre su brazo inerte. Ya habría tiempo para disculparse después. Sergio recorrió la habitación con la mirada, y encontró un viejo escritorio de metal. Lo empujó hasta la puerta, tratando de impedir que se abriera. Apiló también contra la puerta una pesada caja de madera llena de chatarra, y un bidón lleno de ceniza y restos de madera quemada. Por suerte, las ventanas ya estaban tapiadas. Y parecía que el refugio de una sola habitación estaba vacío. Entonces, se dejó caer contra la barricada improvisada, desfalleciendo de puro agotamiento.
Clara se incorporó, ayudándose con su brazo sano. No podía regañarle, no podía cuestionar nada. Apenas recordaba el suelo acercándose, y parecía que él la había sacado de allí. Parecía que había estado moviéndose toda la noche. No podía cuestionar nada de lo que Sergio hubiera hecho.
—No te desmayes ahora, Sergio —le dijo mientras se apoyaba junto a él—. Has llegado lejos. –Los Sabuesos arañaban la puerta y las paredes del refugio—. Yo no puedo disparar, no puedo usar el brazo.
—No entrarán… —dijo, más como una súplica que como una realidad—. No podrán entrar.
—No podemos estar seguros… —Clara sacó su 9mm de la pistolera y se la colocó en las manos—. Me gustaría decirte que ha acabado. Pero no puedo.
Los arañazos y los gruñidos habrían acojonado incluso a un equipo curtido. Sergio agarró la pistola y se aseguró de quitarle el seguro.
—De acuerdo… yo… —jadeó él.
Clara nunca supo qué iba a decir Sergio. El horror los enmudeció a ambos cuando escucharon el sonido más terrible que se podía escuchar en una situación así. Ambos enmudecieron cuando unos disparos acabaron con los arañazos y los gruñidos de los Sabuesos.
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