A pesar de que en su época más prolífica las máquinas de escribir ya fueran de uso habitual, a mi colega Ernest Hemingway le gustaba escribir a mano, para ello, tenía plumas estilográficas de colores diferentes, aún más, estas herramientas suyas también escribían en colores distintos, aunque no siempre coincidiera el color de la cubierta con el de la tinta. Generalmente usaba plumas gruesas y macizas, pues le gustaba sentir la carnosidad -si se me permite- y la solidez del instrumento -si se me permite- en la palma de la mano, pero también tenía otras delgadas y largas como las piernas de una joven esbelta. John -me decía-, es absolutamente necesario que escriba con estilográficas de diferentes colores, ya que cada una de ellas me ha llevado a obras singulares: la roja me dictó Adiós a la armas, la azul trazó El viejo y el mar, la amarilla me susurró Gato bajo la lluvia, la blanca me llevó a Las nieves del Kilimanjaro, la dorada... y así. Era bastante obvio, por cierto. Comoquiera que fuese, sus textos eran muy diferentes unos de otros, de acuerdo con la pluma con la que los hubiera escrito. Sin embargo, después de compartir tantas aventuras y juergas con él (recuerdo muy bien las de Pamplona), descubrí que no era que para cada trabajo usara una estilográfica diferente, sino que cada estilográfica, en efecto, escribía sus propios textos. Y digo más, ahora que hace mucho que él ha fallecido y que mis días ya están contados, puedo confesar que sus libros jamás me parecieron gran cosa, pero tenía unas plumas maravillosas.