SECRETOS DE LA HISTORIA: La trama sucesoria de 1680 II

Publicado el 08 septiembre 2013 por Fgf

Las continuas contiendas lidiadas en los Pirineos y en otras zonas del norte, contra los aragoneses, han predispuesto a este reino en contra de la corona francesa, que paralelamente a esto, perjudican su economía en la exportación de vinos y textiles -los champañas franceses aún no pueden competir con los vinos catalanes, además de introducir la moda francesa en el vestir-, aunque la benefician en las ferias anuales, pues les permiten a los aragoneses, junto a los valencianos, conservar el uso de lamoneda de oro frente a la devaluada macuquina de vellón del resto del país, una y otra vez resellada; a pesar de todo ello, Francia aprovecha los enfrentamientos que Cataluña y el reino valenciano mantienen con el monarca español por la subida de impuestos, para pasar por encima de estas regiones en pos del trono hispano, que lo ascenderá a ser amo y señor del mundo conocido.

Recordemos que Francia representa el absolutismo cerrado de los imperios del siglo XVII, y que esto se refleja igualmente de manera fiel en la práctica de los virreinatos españoles, donde se impone esa política ahogadora a los ciudadanos e indígenas de las tierras americanas. Posiblemente cuando Carlos II murió, su visión de la política imperial estaba basada en ese régimen absolutista heredado de sus antepasados, y lógicamente, su intención fue seguir conservando ese ideal y esos principios sobre su reino, teniendo en cuenta que Francia seduce al pueblo español con sus modas modernas e inhibidas, sus métodos comerciales y sus promesas de poder en la unificación, vendiendo su soberanía como si fuese lo mejor del mundo.

En el lado contrario, se encuentran Inglaterra, Holanda y Austria, ésta última reclamante de la corona española por vínculos de sangre, a través del príncipe Leopoldo, a quienes en el último momento, una vez en el escenario de la guerra, apoyaría Portugal.

Estas naciones, al igual que Francia, se hallan en pleno crecimiento y desarrollo, tanto comercial como geográfico, especialmente las islas británicas y las Provincias Unidas, que han creado compañías occidentales y orientales, vinculadas al comercio de ultramar, y que les proporciona unos beneficios enormes en el intercambio de productos exóticos que en Europa se venden a precios exorbitantes, por ser casi únicos, aunque Inglaterra y Holanda están en eterna pugna por el control de las colonias asiáticas de la India, las islas de La Sonda o el asentamiento de factorías en China.

Sin embargo, estos países coinciden en el deseo de detener la política expansionista francesa, que les supone una seria amenaza si llega a controlar el Mediterráneo. Para ello, algunas veces estos países han llegado a negociar alianzas con los piratas argelinos y los turcos, con objeto de que éstos ataquen los convoyes españoles y franceses, que al principio como barcos de guerra, después como barcos mercantes, atraviesan las aguas dependientes del islam, en las que éstos cobran tributos en las costas que dominan.

El papel que ambos países representan, frente a la política francesa, se apoya en unos principios burgueses que detentan el protocolo de poder basado en los gremios especializados, ya sea en la artesanía, en la construcción civil o naval, en el arte o en la producción industrial propia, mientras intentan mantener unos impuestos que garanticen el libre comercio y la vida normal de sus ciudadanos, lo que traducido en consecuencias sociales y fiscales, supera en la práctica la situación en España, con un amplio margen de riqueza y de poder, que les acabará convirtiendo en potencias mundiales.

El papel del Duque de Medinaceli en el escenario.-

Mientras Europa se desata en esta controversia, en España acaba de regresar a sus dominios D. Juan Francisco de la Cerda, VIII duque de Medinaceli y conde de El Puerto de Santa María en Cádiz, entre un innumerable sinfín de títulos, ha sido nombrado nuevo valido del rey Carlos II, sustituyendo al defenestrado Everardo Nithard. Sin embargo, el duque se enfrenta a una situación coronada por los problemas económicos, y trata de sacar su política adelante, con la devaluación de la moneda a la quinta parte de su valor, mientras crece en la corte un enfrentamiento entre él y la reina madre de Carlos II, Mariana de Austria, una mujer temperamental que es quien lleva las riendas de la política imperial, a quien su padre apoyaba cuando era regente del imperio, por lo que en 1685 el duque de Medinaceli dimite de su cargo, entregándolo al conde de Oropesa.

En sus últimos años de vida, el rey Carlos II trata de sacar algún provecho al talento del duque como primer ministro de su gobierno, pero éste se halla más inclinado a su política personal basada en su potencial nobleza, y sus señoríos, que a la política imperial de un soberano, que representa lo contrario de aquello en lo que cree el duque. Este terminará por marcharse a sus posesiones en Cogolludo, aislándose de la política del Estado, antes de ceder su título a su hijo Luis Francisco, que será el IX duque de Medinaceli.

En las intrigas clandestinas de los futuros sucesos, el duque, como le ocurre al rey, habrá de tomar partido por un sucesor que afectará de manera directa e importante al poder de su apellido y a las inmensas posesiones que el aristócrata tiene en todo el territorio peninsular, sin contar los desencadenantes que ello arrojará sobre la multitud de títulos nobiliarios agregados a su escudo de armas, uno de los más grandes y consolidados de España y de Europa, tan solo comparable al ducado de Alba o al de Medina-Sidonia, pero que si repasamos los eslabones de la Historia, será fácil observar que no solo el de Medinaceli está más cerca de la corona, sino que se podría afirmar que en el pasado, de haber optado por una decisión de reclamación en derecho, habría ocupado el trono de Castilla como rey, en el momento en que el rey Fernando III el Santo la depositaba sobre un sucesor bastardo. La imagen que el Duque de Medinaceli ofrece al pueblo, es vista en general con buenos ojos, tanto por los soberanos europeos, como por el propio pueblo llano de su patria, algo que llena de gozo al duque, a la hora de valorar la decisión política que habría de tomar en el momento oportuno, si se plantea qué tipo de gobierno redundaría en mejores resultados para España, pero esto cambia cuando la devaluación de la moneda de vellón sume en la miseria al pueblo, arruinando a la sociedad.

En este teatro de sucesos, estalla la guerra a la muerte de Carlos II, sin supuesta sucesión en el trono, pero dejando en el último instante un testamento de su puño y letra a favor del heredero francés de Luis XIV, el futuro Felipe V de la Casa de Borbón, de manera que la Casa de Anjou sustituye por completo a la dinastía de los Habsburgo, que llevan gobernando en España más de 300 años.