En no pocas ocasiones los cinéfilos (y algún crítico también) usamos la palabra química para representar en un eufemismo que jamás he llegado a comprender del todo el especial entendimiento que parece existir entre dos intérpretes de una película.
Esa sintonía artística se da realmente en contadas parejas y las más de las veces es fruto de una mercadotecnia que busca ganchos comerciales con los que engatusar al público porque cuando realmente el fenómeno ocurre, es un placer verlo en pantalla.
Una de las parejas en las que se percibe de inmediato una sincronización perfecta en el tempo de la actuación es la formada por la siempre fotogénica y bella Mirna Loy y el polifacético y elegante William Powell. Ambos trabajaron juntos en catorce ocasiones, pero hoy nos detendremos únicamente a contemplar su espléndida representación del matrimonio Charles, Nick y Nora, ese par de dipsómanos inteligentes creados por la afilada pluma de Dashiell Hammett en la que sería su quinta y última novela.
William Powell y Mirna Loy protagonizaron seis películas desde 1934 hasta 1947 basadas en las andanzas del matrimonio Charles y en todas ellas el placer del espectáculo gira constantemente alrededor de esa pareja dotada de una ironía ingeniosa que la hace atractiva y un humor suave, un punto malicioso y libertino, que se convierte en un huracán de aire fresco cuando uno se sienta a ver cualquiera de esas seis películas.
Porque la MGM del siglo pasado ya había descubierto el negocio de las secuelas como forma de rentabilizar un éxito comercial, aunque lo cierto es que hace ya setenta años lo hacían mucho mejor que ahora. Porque a pesar que los personajes de Nick y Nora Charles los creó Hammett con todo su cariño al ser casi epónimos de él mismo y de su amada Lilian Hellman, lo cierto es que aun conociendo el éxito de la novela y de la primera película que se basó en ella (The Thin Man), Hammet se negó en redondo a escribir ni una línea más con esa pareja protagonista y por lo tanto fueron los guionistas de la Metro los que fueron acumulando aventuras de los Charles en los años siguientes, siempre contando con el soporte idóneo de la misma pareja protagonista.
Si bien es cierto que Mirna Loy y William Powell fueron intérpretes prototípicos del sistema de los estudios cinematográficos, no por ello sería justo dar por sentado que su coincidencia en diferentes películas debía dar buen resultado: en comparación con otras muchas parejas cinematográficas (ponga cada cual la que le parezca) Mirna y William representan en pantalla de forma más que brillante única a los Charles: es un gozo ver una y otra vez cómo las miradas que se dirigen, los mohínes, muecas y gestos familiares como alzar las cejas o guiñarse un ojo, darse un beso, un tirón de orejas e incluso una zancadilla, se producen con una fluidez naturalísima que refuerza la intención de las palabras apenas susurradas, gritadas o quizá dirigidas a un tercero extraño y ese especialísimo entendimiento entre la pareja es percibido de inmediato por el espectador que caerá en la cuenta de una pista importante del caso a resolver o soltará la carcajada ante una situación hilarante e inesperada y poco a poco irá permitiendo que esos dos simpáticos personajes se adueñen de su atención e interés, no importa cuan enrevesada y tramposa sea la trama, porque, ¡caramba! esa pareja es fantástica.
El otro día estaba con poco tiempo disponible y muchas ganas de ver una película que no me aburriera, así que consulté mi base de datos filtrándola alrededor de la medida aúrea y hete aquí que me dí cuenta que tenía en la estantería The Thin Man Goes Home (1944), en la colección de esa media docena de películas citadas, y que no había visto todavía.
Habiendo dado con una mecánica que atraía al público, tratar de inventar era un peligro tan grande como decepcionar el interés, con lo que la secuela debía rodarse con gracia para no romper ese hilo invisible que unía al público con la caja registradora. La pareja protagonista sin duda constituye un gancho ineludible: el que ha visto alguna de esas seis películas ya sabe a qué atenerse y también sabe lo que espera encontrar: diálogos y situaciones de comedia ligera, alguna que otra burla relativa a la desmesurada afición al alcohol (recordemos que la novela inicial se refiere a la época de la prohibición, vigente la llamada Ley Seca) y también con un punto de picante sexualidad servidos de forma magistral por Mirna Loy y William Powell que se convierten en prototipos que ya dejaron en evidencia una pobre imitación televisiva de hace bastantes años y, si nadie lo remedia, en un par de años serán de nuevo recordados con añoranza.
En esta quinta ocasión la pareja vuelve por sus fueros: demostrando escasa sensibilidad familiar, han dejado a su hijito en la guardería y se van de vacaciones a casa de los padres de Nick, el Dr. Charles y su esposa Martha, que viven en Sycamore Springs, y los abuelos ni se extrañan ni se cabrean porque no pueden ver a su único nieto. Lo que importa es que Nick ha decidido impresionar a su padre y para ello ha abandonado el bourbon por la sidra, aunque, tropezando de veras cada dos por tres, todos, excepto Nora, le toman por ebrio trastabillante.
Habrá una muerte y en consecuencia una investigación por parte de Nick aunque éste se resistirá -aparentemente- con todas sus fuerzas alegando estar en vacaciones.
Lo que importa al espectador, una vez más, es hallarse frente a una película medida al máximo para ser placentera: dotada de un metraje modélico, cien minutos que pasan en un suspiro, el guión es denso por la cantidad de datos que aporta, pinceladas simples e inteligibles que nos llegan e interesan, atrapando el interés y obligándonos a soltar alguna carcajada repentina: la pareja protagonista encantadora como era de esperar e incluso algún secundario se luce en su momento de gloria, no en vano es una película de lo que conocemos como "star system" cuyos detalles se cuidaban con profesionalidad: baste señalar que de la cámara se ocupaba Karl Freund y del posterior montaje Ralph E. Winters
No es desde luego una obra maestra y en la propia saga ya las hay mejores, pero sobre lo que no hay duda alguna es que, no habiéndola visto, aun conociendo cualquiera otra de la serie, bien vale la pena dedicarle esa hora y media porque uno se reconcilia con aquel cine de antaño en el que la industria comprendía que, para hacer caja, debía ofrecer productos interesantes, capaces de encandilar una vez más al público que paga su entrada; para el cinéfilo puede ser una fuente de ideas comparar el modo de rodarse unas secuelas hace setenta años manteniendo en buena parte la chispa original, pues la pareja protagonista, principal reclamo y señuelo, no demuestra en absoluto cansancio: muy al contrario: saben mantener la llama de esa química tan especial, ese entendimiento que enamora desde una pantalla en blanco y negro que no permite un minuto de aburrimiento.