En un momento como el actual, en que la pandemia del coronavirus ya ha matado a más de un millón de personas en todo el mundo y no cesa en su empeño de continuar contagiando y poniendo en riesgo la vida de tantas otras personas, es normal que muchas miradas estén enfocadas en la ciencia y en la medicina.
Cuando nos sentimos sanos y a salvo del ataque de cualquier patógeno o de cualquier síntoma de enfermedad, apenas nos acordamos de la gente que diariamente lucha por su vida en los hospitales ni de quienes se encargan de dispensarles todas las atenciones y los tratamientos que requieren. Vivimos en una sociedad que prefiere mirar siempre hacia el lado más luminoso, escondiéndonos de las sombras, de los problemas, de todo aquello que pueda recordarnos lo fugaces que somos en realidad.
Quizá por ello no somos conscientes de lo mucho que hemos permitido, con nuestros silencios y nuestra ignorancia, que se recortase en las partidas presupuestarias destinadas a sanidad de los distintos gobiernos que han desfilado por la Moncloa o por las instituciones autonómicas en las últimas décadas.
Afirmar con orgullo que tenemos la mejor sanidad del mundo no implica que la tengamos. Sólo que quienes nos gobiernan esperan que nos lo creamos y nos sigamos comportando como si el tema no fuese con nosotros. Mirar hacia otro lado quizá no nos convierta en culpables directos del crimen que nos negamos a presenciar, pero nos señala como cómplices de quienes lo han cometido.
¿De qué nos sirve tener tan buenos profesionales dejándose la piel y la vida todos los días en nuestros hospitales si luego sólo somos capaces de ofrecerles contratos precarios a cambio de jornadas maratonianas?
¿De qué nos sirve jactarnos de tener tan buenas facultades de medicina si luego permitimos que nuestros MIRES malvivan en habitaciones de alquiler que logran pagar a base de compaginar sus ya interminables turnos de trabajo en los hospitales con otros trabajos igual de precarios y mal remunerados?
¿Cómo puede concebirse en la mente de ningún gerente de hospital o de ningún consejero de sanidad que se puedan contractar enfermeros o enfermeras por días sueltos? ¿Es así cómo pretendemos incentivar a quienes se lo juegan todo por los demás? ¿Es así cómo pretendemos que estos jóvenes no acaben haciendo la maleta y buscándose la vida en cualquier otra ciudad extranjera?
Para creernos el país con la mejor sanidad del mundo, deberíamos empezar por reconocer que tal vez somos de los países que tratan peor a sus sanitarios. Y a veces olvidamos que la sanidad es el resultado del trabajo que hacen esos sanitarios. Si no somos capaces de cuidar a quienes más cuidan de nosotros, ¿quién nos garantiza que vayan a seguir haciéndolo?
La MEDICINA, como muchas otras disciplinas, se rige por unos códigos y unos principios éticos que siempre han hecho de quienes la practican personas en las que se podía confiar. Salvo algunas excepciones, los médicos acostumbran a ser personas dignas que anteponen la vida de las demás a la suya propia y que no le niegan su auxilio a nadie, por muy grave que haya sido su falta ni por muy contrarias que sus ideas políticas o sus creencias religiosas puedan resultar a las suyas propias.
Uno de los mejores descubrimientos que podemos hacer cuando nos adentramos en la historia de la MEDICINA es comprobar cómo, en diferentes épocas históricas y en distintas culturas, han surgido grandes médicos que han acabado divulgando unos conocimientos que, siglos más tarde, los nuevos médicos de cualquier parte del mundo se han ido encargando de recopilar y entrelazar para encontrarle sentido a lo que aún no entendían y poder continuar abriendo más puertas al saber gracias a esas sinergias y a esas maravillosas sinapsis.
Mientras la historia de las religiones se ha empeñado en enseñarnos a diferenciar los credos paganos, cristianos, judíos o musulmanes, la medicina ha conseguido unir los saberes de los mejores médicos de todas esas culturas para hacerse más sabia, más fuerte y más universal.
Gracias a lo que descubrieron figuras como Hipócrates, Metrodora, Galeno, Avicena, Averroes, Paracelso, Li Shizhen, Pasteur, Semmelweis, Lister, Fleming o Freudla MEDICINA ha conseguido llegar al punto en el que se encuentra hoy en día.
Si consiguiésemos dejar de lado las diferencias que nos separan y abogar, como la MEDICINA, por la consecución de un objetivo común, que reporte beneficios para todos y nos augure un mejor futuro que legar a las nuevas generaciones, ¿qué no seríamos capaces de lograr?
¿Por qué en los mundos de la economía o la política sus participantes no pueden imitar a los médicos, adoptando sus mismos códigos éticos y apostando más por las sinapsis entre ellos que por los enfrentamientos?
Una de las páginas más interesantes de la historia de la medicina la escribió Moisés Maimónides, un gran sanador judío que llegó a ser médico de la familia real de El Cairo en el siglo XI.
Autor de numerosos textos médicos que influyeron durante mucho tiempo en los médicos que le sucedieron. Nació en Córdoba durante la última época de la dominación árabe y, años más tarde, tuvo que huir de allí con su familia para salvar la vida. Recorrió prácticamente toda la península y llegó hasta Israel, para acabar estableciéndose en Egipto. En su juventud, fue más filósofo que médico. Se lo podía permitir debido a la posición privilegiada de la que gozaba su familia, pero una desgracia inesperada acabó con la vida de su hermano, mercader de joyas, en un naufragio en el que se perdió también toda la fortuna familiar. Maimónides tuvo queasumir la responsabilidad de mantener a su familia, carga que hasta entonces había asumido su hermamo y empezar a trabajar como médico.
Tal fue su éxito y su popularidad que fue requerido por la casa real egipcia, viéndose convertido en el médico personal del Gran Visiry, algo más tarde, del mismo sultán Salamino. El rey Ricardo Corazón de León de Inglaterra le invitó a ser médico en su corte, pero él rechazó su oferta por preferir mantenerse en Egipto.
Su obra más conocida, Guía para el perplejo, representa el esfuerzo en aunar los pensamientos griego y judío en su búsqueda de la última verdad. Durante centurias, este tratado ha inspirado a personas de todas las creencias con su optimismo y su lucidez filosófica. En los últimos años de su vida, Maimónides siguió exigiéndose un fuerte ritmo intelectual. Murió a los 69 años.
En La preservación de la juventud, un manual que tuvo que realizar para un joven príncipe, expone sus ideas básicas sobre el tema de la salud. Aparentemente, este príncipe padecía diferentes problemas – que iban desde la depresión a las alteraciones digestivas- y Maimónidesse vio obligado a recomendarle ciertos consejos de salud tanto específicos como generales. A través de este manual emergen tres grandes principios de la salud: la dieta, el ejercicio físico y la actitud mental. Previno que “comer en exceso es como un veneno mortal para cualquier tipo de constitución corporal, y es la principal causa de todas las enfermedades. Según Maimónides, nuestras emociones desempeñan un papel de capital importancia en el mantenimiento de la salud. “Los médicos deben saber que se han de valorar las emociones del alma, éstas deben ser examinadas regularmente y mantenerse en buen equilibrio.”
Recomendó que debíamos seguir siempre “el camino del medio” con respecto al mundo emocional, evitando los extremos y no embarcándonos o dejándonos llevar por las expresiones extremas de ciertos sentimientos en particular. Para él, lograr el equilibrio interno era la clave de la situación y para ello se sirvió de la meditación. También resaltó la importancia de adoptar una actitud de agradecimiento hacia los pequeños milagros de cada día. Observaba nuestra existencia ordinaria como una oportunidad única para desarrollar completamente nuestra totalidad y nuestro crecimiento personal.
Los principios básicos del trabajo y de la vida de Maimónides fueron que nuestros aspectos físicos, emocionales y espirituales pueden trabajar conjuntamente y en armonía si tenemos el deseo verdadero de que eso suceda.
Quizá el principal credo de Maimónides en relación a la salud se pueda resumir en el siguiente proverbio: “Un hombre puede cambiar su personalidad. Cualquier cosa depende de su libre albedrío y de su libre elección.”
Si tenemos en cuenta que Maimónedes murió hace más de ochoscientos años, nos parece mentira que su pensamiento y su obra nos puedan resultar tan cercanos. Tal vez porque nunca se resignó a dejar de aprender ni de descubrir. Nunca se instaló en la queja, ni en la excusa, ni en señalar la culpa en los demás. Se preocupó de seguir desarrollándose como persona y como profesional, dedicando su tiempo a lo importante, que eran sus pacientes, sus alumnos y aquellos de quienes podía seguir aprendiendo, independientemente de la fe que abrazaran ni del reino al que sirviesen.
Lástima que en la política sea tan difícil encontrar ejemplos como el suyo y que la MEDICINA, que tan por encima se ha mantenido siempre de las guerras a las que se abandonan los egos de quienes nos gobiernan, tenga que seguir rigiéndose por las absurdas reglas que los grandes señores de la ineptitud dictan tan a la ligera, en nombre de sus propios bolsillos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada: Revista Natura Medicatrix nº 15- 1987