Nada da más vida a la vida que ser consciente de la inminencia de la muerte. Así de contradictorios somos. Las religiones lo han sabido desde siempre y como saben que si tocan ahí duele, pues han tocado y a modo.
En el catolicismo el argumento habitual es que la muerte puede llegar en cualquier momento y si te pilla en pecado mortal, la has jodido. Un antiguo alumno de los jesuitas me contó una clase de religión de cuando tenía quince años. El cura les estaba describiendo la vida de Honorio, un chico alegre, bueno y piadoso. Honorio iba a Misa todos los domingos y fiestas de guardar, hacía la Adoración Nocturna, rezaba cada sábado los treinta misterios del Rosario, lo que tiene mucho mérito porque el Rosario sólo tiene veinte misterios. Hete aquí que una tarde malhadada, las hormonas se le rebelaron a Honorio. Echó mano del monedero de su madre y se fue al barrio chino a por una puta. Cuando salía todo contento de echar el quiqui, le cayó encima una maceta y le mató. De pronto todas sus buenas acciones y obras pías no le sirvieron de nada. Había palmado en pecado mortal. “¿Qué lección debemos sacar de esto?”, preguntó el cura a una clase de quinceañeros cariacontecidos de los que más de la mitad habían pensado alguna vez en darle un palo al monedero de su madre para hacer lo mismo que Honorio. Del fondo del aula salió una voz que dijo: “Que para follar hay que ponerse casco.”
En el budismo, Honorio se llamaría Ananda, pero la lección sería parecida. La vida es incierta y pensar que ya practicaremos más adelante, cuando las hormonas se nos hayan aquietado o cuando los niños estén criados y no den la lata o cuando el trabajo no nos presione tanto, es tan necio como ir a follar sin casco.
En todos los textos destinados a conseguir que el estudiante genere la “bodhicitta” o mente iluminada, se insiste en recordar lo incierto de la vida y lo afortunados que somos por haber renacido como seres humanos. En los reinos inferiores (infierno, espíritus hambrientos y animales) el sufrimiento es demasiado grande como para que uno tenga cuerpo como para practicar. En los reinos de los titanes y los dioses uno está disfrutando demasiado como para pensar en practicar. Sólo en el mundo de los hombres la combinación de sufrimiento y placer es la adecuada como para incitar a la práctica del Dharma.
Aryadeva dedicó el primer capítulo de sus “Cuatrocientos versos” a recordarnos la inminencia de la muerte. Los versos que resumen ese capítulo dicen:
“Lo que quita la ambición por las recompensas y los honores,
El mejor acicate para practicar con denuedo en la soledad,
El secreto excelente de todas las escrituras,
Es comenzar acordándose de la muerte.”
“La llamada al lama de lejos”, que es la llamada desesperada de quien se siente perdido en el samsara y desea que los gurus y maestros le asistan, dice:
“Nadie en esta tierra ha escapado nunca a la muerte [ni Walt Disney en su cámara criogenizada, podría añadir una versión actualizada de “La llamada”].
Incluso en este momento, uno tras otro, los hombres mueren.
Mientras que yo, también, que tendré que morir pronto,
Cierro mi corazón y me preparo para vivir por mucho tiempo.
Guru, acuérdate de mí: mírame pronto con compasión.
Dame fuerzas para frenar todo esta elaboración inútil de planes.”
Shantideva, en su “Bodhicaryavatara”, al igual que Aryadeva también menciona en sus primeros versos el tema de la inminencia de la muerte:
“No podemos predecir al caprichoso Señor de la Muerte,
No podemos permanecer, hayamos hecho los trabajos de la vida o nos queden por hacer.
Estemos enfermos o sanos, no podemos confiar
En nuestras vidas, nuestras vidas fugaces, momentáneas.
Y debemos morir abandonándolo todo.”
Al maestro Drubthop Chöyung regularmente venía a importunarle un gañán que quería que le impartiese enseñanzas. Drubthop se negaba, porque sentía que el otro no estaba preparado. Pero tanta lata le dio, que finalmente Drubthop le dijo: “Yo moriré, tú morirás. Esto es todo lo que mi guru me enseñó; esto es todo lo que practico. Simplemente medita sobre esto. Te prometo que no hay nada más grande.”
La importancia de este mensaje no puede exagerarse. Según el “Mahaparinirvana Sutra”, las últimas palabras de Buda fueron: “Todo es impermanente. Sed diligentes [en la práctica, se refiere].” Si después de cincuenta años de enseñanzas, quiso que ésas fueran sus últimas palabras a sus discípulos, por algo sería.