“Cómo atreverse a la vana frivolidad de inventar, habiendo tantas vidas que merecieron ser contadas, cada una de ellas una novela, una malla de ramificaciones que conducen a otras novelas y otras vidas”. Con esta aseveración humilde pero inquebrantable que Antonio Muñoz Molina coloca en la página 569 de esta obra se justifica y subraya el espíritu de la misma: la voluntad de recoger del olvido un ramillete de historias grises (o aparentemente grises), de humillaciones entumecidas por la amnesia y de vidas maltratadas por el fluir heraclitiano de la Historia. Y conformar con todo ese material, con todos esos “bucles melancólicos” (como diría Jon Juaristi) una eficaz crónica del desarraigo, donde queden reflejadas las angustias del niño que perdió su pasado pueblerino y que ahora vive en la capital; la espera paralizante y amarguísima de quienes aguardan la depuración nazi (como el profesor Victor Klemperer) o estalinista (Natalia Ginzburg); el horror anciano del señor Salama, cuya familia fue aniquilada en un campo de concentración que ahora cubren los matojos; etc. Son historias que, en muchos casos, han sido tragadas por el olvido (hay un capítulo titulado Narva, que quizá por mera casualidad o quizá como símbolo, ni siquiera aparece en el índice del ejemplar que estoy manejando), pero que Muñoz Molina recupera y pone ante nuestros ojos, para que descubramos la secreta enseñanza prodigiosa que de ellas podemos extraer.Este libro, como la cara del propio Muñoz Molina (hay escritores que envejecen con una majestad erosiva de incalculable belleza: Muñoz Molina, Sampedro, etc), tiene una tristeza antigua, honda y polvorienta; una angustia que se deriva del horror, y de la lucidez terrible de haberlo presenciado y no poderlo olvidar, ni mitigar, ni eludir. El novelista ha llevado a cabo el experimento (el peligroso experimento, desde el punto de vista humano) de encarnarse en las vidas de unos cuantos perdedores (unos judíos que fueron expulsados de España en el siglo XV, unos soldados que viven la indignidad de la guerra, un mendigo que sufre en sus carnes el oprobio de la postergación, un oscuro oficinista que distrae la inanidad de su existencia empapándose de las historias que otros le cuentan), y extraer de ahí una lección moral, vital, humana, que él cifra en una interrogación inquietante: “¿Qué harías tú si supieras que de un día para otro pueden expulsarte, que bastarán una firma y un sello de lacre al pie de un decreto para que tu vida entera quede desbaratada, para que lo pierdas todo, tu casa y tus bienes, tu vida de todos los días, y te veas arrojado a los caminos?” (p.543). Nadie que lea con mediano sosiego este vademécum de derrotas puede salir indemne de él. Y además está escrito con el primor inigualable al que ya nos tiene acostumbrados Antonio Muñoz Molina y que acaba de corroborar en su más reciente obra, Todo lo que era sólido. ¿Qué más se le puede pedir a un libro?
“Cómo atreverse a la vana frivolidad de inventar, habiendo tantas vidas que merecieron ser contadas, cada una de ellas una novela, una malla de ramificaciones que conducen a otras novelas y otras vidas”. Con esta aseveración humilde pero inquebrantable que Antonio Muñoz Molina coloca en la página 569 de esta obra se justifica y subraya el espíritu de la misma: la voluntad de recoger del olvido un ramillete de historias grises (o aparentemente grises), de humillaciones entumecidas por la amnesia y de vidas maltratadas por el fluir heraclitiano de la Historia. Y conformar con todo ese material, con todos esos “bucles melancólicos” (como diría Jon Juaristi) una eficaz crónica del desarraigo, donde queden reflejadas las angustias del niño que perdió su pasado pueblerino y que ahora vive en la capital; la espera paralizante y amarguísima de quienes aguardan la depuración nazi (como el profesor Victor Klemperer) o estalinista (Natalia Ginzburg); el horror anciano del señor Salama, cuya familia fue aniquilada en un campo de concentración que ahora cubren los matojos; etc. Son historias que, en muchos casos, han sido tragadas por el olvido (hay un capítulo titulado Narva, que quizá por mera casualidad o quizá como símbolo, ni siquiera aparece en el índice del ejemplar que estoy manejando), pero que Muñoz Molina recupera y pone ante nuestros ojos, para que descubramos la secreta enseñanza prodigiosa que de ellas podemos extraer.Este libro, como la cara del propio Muñoz Molina (hay escritores que envejecen con una majestad erosiva de incalculable belleza: Muñoz Molina, Sampedro, etc), tiene una tristeza antigua, honda y polvorienta; una angustia que se deriva del horror, y de la lucidez terrible de haberlo presenciado y no poderlo olvidar, ni mitigar, ni eludir. El novelista ha llevado a cabo el experimento (el peligroso experimento, desde el punto de vista humano) de encarnarse en las vidas de unos cuantos perdedores (unos judíos que fueron expulsados de España en el siglo XV, unos soldados que viven la indignidad de la guerra, un mendigo que sufre en sus carnes el oprobio de la postergación, un oscuro oficinista que distrae la inanidad de su existencia empapándose de las historias que otros le cuentan), y extraer de ahí una lección moral, vital, humana, que él cifra en una interrogación inquietante: “¿Qué harías tú si supieras que de un día para otro pueden expulsarte, que bastarán una firma y un sello de lacre al pie de un decreto para que tu vida entera quede desbaratada, para que lo pierdas todo, tu casa y tus bienes, tu vida de todos los días, y te veas arrojado a los caminos?” (p.543). Nadie que lea con mediano sosiego este vademécum de derrotas puede salir indemne de él. Y además está escrito con el primor inigualable al que ya nos tiene acostumbrados Antonio Muñoz Molina y que acaba de corroborar en su más reciente obra, Todo lo que era sólido. ¿Qué más se le puede pedir a un libro?