El año en que Lars von Trier tomó la decisión de afrontar su propio apocalipsis personal fue el mismo en el que Terrence Malick se aventuró a indagar en las eternas cuestiones acerca del ser humano, su fe y su relación con la naturaleza que lo rodea. Ambos leyendas, ambos con su odisea, con su visión. Uno aboga por el pesimismo, la radiación tóxica que corrompe la voluntad del hombre (la mujer en esencia en este caso) para más inri de un derrotismo anunciado que desate buena cuenta de nuestras miserias e hipocresías. El otro defiende la espera, la paciencia, el descanso que sigue a los encuentros envueltos en una divinidad que toma la forma de una pérdida retornada o un aliento de esperanza que indique en cuanta armonía es capaz de convivir la brutalidad y la lógica con la creencia de una belleza superior que rige nuestro caminar en esta tierra.
Si ellos se hubieran hecho cargo de "Perfect Sense" hablaríamos de una posible ganadora en Cannes, una polémica ensalzada o despedazada a partes iguales por crítica y público, y si bien el primer sector no ha aflojado la pluma tampoco han apretado el puño hasta ese extremo. David Mackenzie, escocés entre tantos, director de cine entre muchos otros, especializado en el erotismo de manual y otras morbosas obsesiones y de carrera irregular y profundamente indecisa, no sabe de señalar mentiras ni de orar por el prójimo, pero algo sabe de relaciones, algo quiere decirnos. Tras un debut pretencioso, mal adaptado y vulgar (tosco a más no poder) y un par de historietas que pasaron de largo lo mismo que un lobo a la cereza (por la garra de McKellen y la supuesta dulzura de Kutcher), alcanza por fin en esta película el tan ansiado apretón entre la mundanidad que lo define y la genialidad que rara vez deja respirar, oprimida casi siempre en un quiero y no puedo que insiste en trascender y afloja la marcha a medida que coge el ritmo, como un polvo a destiempo, insatisfactorio, amargo, jodido.
Lejos de ser la excepción, adolece de una fuerte falta de sexo, sexo necesario en este caso, apenas una escena en la que vuelve a dejar patente su falta de brío. No sobran detalles pero excasea de recursos que ahonden en la llaga, la situación era la ideal para trastocar la conciencia del espectador. Y aún quedándose corta en un plano puramente analítico u científico, suple sus aparentes carencias sin necesidad de repartir explicaciones al por mayor, a medida que avanzan los minutos en el reloj más absorto quedas en la paranoia, sientes el frío y la amenaza que se cierne sobre tu raza. Los síntomas van ligados a la reacción y esta al catarro posterior, es casi una parábola contraída de nuestros sentimientos más básicos y antiguos, trasladada con tiempo y espacio sin caer en melodramas ni convencionalismos (mainstream o independientes), sin salidas de tono.
Empañada toda ella por la clase de sensibilidad que genera empatía a la fuerza, oscura y liberadora. "Perfect Sense" aborda un fin de la humanidad diferente al millar regalado por doquier, una epidemia silenciosa que aterra por ser lo que es, por lo que supondría. Mackenzie expande la enfermedad mediante un mecanismo nada habitual que desarrolla una evolución tan evidente como genial, recorrida por un ejemplar abanico de imágenes que dan lugar a la reflexión y que engloba un continente y los que lo siguen unidos por un deterioro común... y aquí puede que se trate tanto de la pérdida de los sentidos como del aguante y el amor proferido de un habitante a su voluntad de permanecer a flote. Una trama romántica que fluye sin desaparecer en el transcurso ni incrustarse en el eje del relato, interpretados los protagonistas por unos siempre convincentes Ewan McGregor y Eva Green que encandilan, más que por la química, por sus años frente a las cámaras en este tipo de proyectos, galaneando de un instinto bestial para tocar las lágrimas de sus fieles y entusiastas admiradores, agradecidos por su aporte al drama y al amor que deja huella tras perderse de vista.
NOTA: 7/10