La miro de reojo, aquí a mi derecha, en el puesto de copiloto del Negrevercarruaje, donde se acomoda con su apariencia opaca y negra. Imperturbable, me dice de nuevo:
-Tome la segunda a la izquierda. Rotonda.
Tres carriles se convierten de repente en cuatro que se bifurcan doblemente -¿quién inventó carreteras que se multiplican sin control y giran sobre sí mismas?- y el horizonte se transforma en señales blancas, azules, rectángulos amarillos y cuadros verdes, números, iniciales, de pronto, cuatro flechas.
- Tome la segunda a la izquierda. Rotonda -aunque sé que quiere decir ro-ton-da-Ne-gre-ya.
Dudo. Dudo como casi nunca lo he hecho en mi vida, yo, que pienso meticulosamente todas las decisiones que se chocan conmigo y actúo al final con un fragmento suelto de corazón. No hay rotonda, pequeña, y sí dos a la izquierda, y a la derecha, y la salida a una radial que antes no estaba -o sí, porque no me fijo-, cuatro carriles, seis, varias líneas discontinuas y a mí no me gusta conducir.
- Tome la se-gun-da en la ro-ton-da -me parpadea en una flecha amarilla.
Sigo recto, porque no sé y deseo ahora mismo que la carretera se pare, el tomtóm recalcule y busque una salida a mi encrucijada de carriles negros y señales de colores. No: no tengo una buena relación con este aparato, que pienso algunas veces que es de pega y me pone a prueba porque no acabo de tomar en tercera las rotondas, como me avisó mi profesor de autoescuela y al que prometí solemnemente que obedecería...