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El almuerzo en la hierba
Hermida Editores publica una antología con los momentos estelares del ciclo novelístico de En busca del tiempo perdido. Sus responsables seleccionan tres pasajes de la obra
| Publicado el 14/11/2013Con motivo del centenario de la publicación de Por donde vive Swann, primer volumen de los siete que componen el ciclo novelístico de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, la editorial Hermida Edirtores publica una amplia selección de pensamientos extraídos de la novela, bajo el título El almuerzo en la hierba. Los textos se publican siguiendo un orden temático en el que están representados los principales motivos que recorren la obra y que definen el universo proustiano: el tiempo, la memoria, el hábito, el amor, los celos, las relaciones sociales, la homosexualidad masculina y femenina, el arte y la creación artística, la literatura, el lenguaje, la imaginación, los sueños, la apariencia y la realidad, la enfermedad, la vejez y la muerte. Es la primera vez que se ofrece al lector una compilación de estas características en el ámbito hispanohablante. El antólogo Jaime Fernández, la traductora de la obra María Teresa Gallego y Alejandro Hermida, el editor, escogen las reflexiones que, a su juicio, condensan mejor la esencia del novelista.Aquí puede leer los fragmentos seleccionados:
Jaime Fernández - Antólogo
"Solo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber qué ve otra persona de ese universo que no es igual que el nuestro y cuyos paisajes habrían sido para nosotros tan desconocidos como los que puedan existir en la luna. Gracias al arte, en vez de ver un único mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, contamos con tantos mundos a nuestra disposición como artistas originales hay, y son más diferentes unos de otros que los mundos que ruedan por el infinito y que, muchos siglos después de que se haya apagado la lumbre de las que brotaban, ora llámese Rembrandt, ora Vermeer, nos envían su particular rayo de luz".
María Teresa Gallego - Traductora
El ser que había vuelto a nacer en mí cuando, con aquel estremecimiento de dicha, oí el ruido ese que les era común a la cuchara que toca el plato y al martillo que golpea la rueda, y cuando noté el desnivel de los pasos en los adoquines del patio de Guermantes y del baptisterio de San Marcos, ese ser sólo se nutre de la esencia de las cosas, sólo en ellas halla la subsistencia y sólo en ellas se deleita. Se mustia si comtempla el presente, en que los sentidos no pueden proporcionársela, si se fija en un pasado que la inteligencia le agosta, si espera un porvenir que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado a los que desvía aún más de su realidad, no conservando de ellos sino lo que encaja con la finalidad utilitaria y cicateramente humana que les asigna. Pero si un ruido oído anteriormente, si un olor notado antaño vuelven a oírse o a notarse, en el presente y en el pasado a un tiempo, reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, en el acto queda liberada la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas, y nuestro yo auténtico, que parecía muerto, y a veces desde hacía mucho, pero que no lo estaba en absoluto, despierta y cobra vida al recibir el alimento celestial que le traen. Un minuto, manumiso del orden del tiempo, ha vuelto a crear en nosotros, para que sintamos esa esencia, al hombre manumiso del orden del tiempo. Y ese hombre se comprende que confíe en su alegría; incluso aunque en el simple sabor de una magdalena no parezcan darse, lógicamente, las razones de esa alegría, se comprende que la palabra «muerte» carezca de sentido para él; si está fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro?
Alejandro Hermida - Editor
Ahora bien, era en la actualidad, cuando desde hacía poco se me había vuelto [la muerte] indiferente, cuando empezaba a temerla de nuevo, cierto es que de otra forma, no por mí, sino por mi libro, para cuya eclosión resultaba, al menos por una temporada, indispensable esta vida que tantos peligros amenazaban. Dice Victor Hugo: «Ha de crecer la hierba y han de morir los niños». Yo digo que la ley cruel del arte es que las personas mueren y también nosotros moriremos, apurando todos los padecimientos, para que crezca la hierba, no la del olvido, sino la de la vida eterna, la hierba prieta de las obras fecundas a la que las generaciones acudirán, jubilosamente, sin preocupación por los que duerman debajo, a celebrar su «almuerzo en la hierba».