Quiere ser Selfie un retrato de las dos Españas, la de las tramas de corrupción y la de las plataformas antidesahucio. A eso remite el título, no solo a la costumbre más egocéntrica del millennial, sino al intento de describir a los votantes del PP y de Podemos, dos grupos muy diferentes, igualados por la mirada del autor, Víctor García León, que, básicamente, nos dice que todos son -somos- igual de idiotas. Con esta idea, que se podría prestar al chiste fácil, al estereotipo y a lo manido, García León vence dichas tentaciones adscribiéndose al falso documental según Ricky Gervais -The Office (2001)- con vocación de cámara oculta al estilo de Sasha Baron Cohen -Borat (2006)- como demuestra el afortunado cameo de Esperanza Aguirre. En esta historia, Bosco (Santiago Alverú) es el hijo de un imputado que lo pierde todo y se ve obligado a vivir en "territorio enemigo", en Lavapiés, multicultural barrio madrileño de okupas y perroflautas. Lo bueno es que García León no se conforma con caricaturizar al pijo de las juventudes peperas, sino que también tiene mala leche para los podemitas -ahí está la ridícula escena en la que el peterpanesco personaje de Javier Caramiñana juega al rol-. Sabemos que los retratos son fieles, pero al mismo tiempo el director y guionista busca personajes concretos, evitando generalizar. Estamos ante una comedia de la vergüenza ajena -no de la carcajada- que no tiene reparos en hacernos sentir incómodos: Bosco pasará de lo risible a lo miserable. Nos preguntaremos qué tan bajo puede llegar a caer. Lo que nos hará temblar cuando se crucen, en la vida del joven, un grupo de discapacitados, que aparecen protegidos por una ternura y un buen humor dignos de los mejores hermanos Farrelly. Selfie no puede ser más actual, y ese aire de inmediatez se consigue con la estrategia mencionada del falso documental, que aporta espontaneidad y frescura: incluso aprovecha momentos reales, dos o tres mítines políticos, lo que le da un aire de happening francamente estimulante. La única pega que podemos poner es la innecesaria justificación de la presencia de las cámaras, de un supuesto equipo de rodaje que sigue las andanzas del protagonista. Estamos ante una comedia que representa una pequeña tregua ante el aluvión de propuestas costumbristas de trazo grueso sobre las diferentes idiosincrasias españolas post Ocho apellido vascos (2014).