Esta lucha valiente y pacífica que el doctor King supo mantener durante años, con gran desgaste de su salud y su vida personal, tenía que tener su punto culminante en la pequeña localidad de Selma, donde los activistas habían realizado un gran trabajo logístico para organizar la marcha hasta Montgomery, capital del Estado de Alabama, para intentar convencer al gobernador, el tristemente recordado George Wallace, de que debía hacer mucho más para proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos negros.
El primer intento culminó con la carga policial en el puente Edmund Pettus, un acontecimiento digno de figurar con letras de oro en la historia universal de la infamia, en el que decenas de policías a caballo atacaron a una masa indefensa con una violencia inusitada, mientras el país asistía al espectáculo por televisión. Lejos de amedrentarse, King realizó un llamamiento a las fuerzas progresistas de la nación para que le acompañaran en una segunda marcha.
Aunque al principio Selma parece centrarse casi en exclusiva en la figura de Martin Luther King, pronto deviene en un estupendo fresco histórico que trata con rigor diversos aspectos de aquel episodio: las tensiones en el propio movimiento de derechos civiles entre quienes querían seguir las movilizaciones pacíficas y quienes exigían una respuesta a la violencia institucional, las reuniones con un presidente Johnson excesivamente paternalista y los propios problemas de King con su mujer (recordemos donde se encontraba la horma de su zapato, aunque el film no hurga demasiado en esa herida). El actor David Oyelowo compone a un líder cansado, dubitativo, abrumado por su inmensa responsabilidad y sediento de tranquilidad, pero que a la vez siente que no puede abandonar la lucha, que parte de su personalidad es la de un mártir, el mártir que acabará siendo pocos años después (en este sentido es bueno acercarse a la novela Como la sombra que se va, de Antonio Muñoz Molina, que ofrece valiosos apuntes de los entresijos de aquellos años).
Si algo consigue la película de Duvernay es apelar a los sentimientos del espectador, pero sin intentar manipular los mismos, cuando muestra la manifiesta y cobarde injusticia practicada contra gente pacífica, que estaba dispuesta a morir por una causa justa. Si al final esta gente alcanzó su victoria y su dignidad fue porque ganaron la batalla de una opinión pública que no podía tolerar esa violencia a plena luz del día y ante las cámaras. Mientras Estados Unidos comenzaba su costoso despliegue en Vietnam, era incapaz de enviar efectivos a proteger a sus propios ciudadanos de los esbirros de un gobernador fascista. Resulta siempre penoso que tengan que producirse muertes antes de que las autoridades se decidan a aplicar la ley con todo su rigor. Las imágenes históricas que se muestran, mientras suena un estupendo y emotivo tema de Fink, nos enseñan que el odio y la intolerancia, en forma de amenazas y banderas confederadas, estuvieron siempre acompañando la marcha hasta Montgomery.
Es una pena que una película histórica tan equilibrada como Selma vaya a a tener tan poca repercusión en nuestro país. La represión del puente Edmund Pettus, de la que se conmemoró el cincuenta aniversario hace un par de semanas, en presencia del presidente Obama, es un hecho poco conocido entre nosotros, un ejemplo de como la intolerancia puede campar a sus anchas si quienes deben hacerlo, abandonan sus responsabilidades. Todavía hoy día la lucha de King dista de estar culminada. Solo hay que asomarse a los disturbios raciales que se están produciendo estos días en Ferguson. En cualquier caso, que haya sido posible colocar a un presidente negro en la Casa Blanca era algo inimaginable hace solo cinco décadas, mientras los policías de Wallace golpeaban con saña a mujeres y niños.