Semáforo rojo.

Publicado el 26 diciembre 2011 por Laesfera
Me arrimé al hueco de un portal y encendí un cigarrillo. Mi cuerpo temblaba, no de frío, tampoco de miedo. Un sentimiento inexpresable me recorría.
Se movían las nubes, como sábanas sacudiendo el polvo de la luna.
La farola se balanceaba tenuemente, parecía acompañarme en mis pensamientos. El semáforo estuvo en rojo largo tiempo, en ese momento no pude saber si alguna vez había existido otro color que no fuera el de la sangre.
Un poco más lejos, la aguja de una iglesia se perfilaba contra una luz lejana.
Caminaba en la ciudad solitaria, fabricada a mi medida en aquella noche sin vida. Ni una ventana, ni un visillo, ni un gato, fugaz y salvaje.
Apoyado en el quicio del portón, fumaba y pensaba. Nada había que

me hiciera desear el alba. Y el semáforo en rojo volvía a recordarme la sangre.
La sangre que goteaba sobre la calzada, luego subía al pretil y continuaba por la acera hasta llegar a un banco, en una plaza silenciosa y oscura. Allí, en reposo y para siempre, había un hombre, casi un anciano. De la yugular le manaba un tenue hilo de vida, seguramente la última que recorría su cuerpo. Me agaché y le palpé la frente. Tímidamente encogido y aún tibio, había ido a morir allí, como si la plaza fuera su lugar y el banco la cama que lo abrigase. Vestía un abrigo oscuro y debajo un chaleco gris, de donde le colgaban un par de pequeños eslabones de una leontina de oro.
Deduje que el reloj que le faltaba habría sido la razón de su muerte. Pero no me bastó ese razonamiento. Tenía un corte limpio en el cuello, más propio de un asesino experimentado que de un ladrón de prendas.
Oí unos gritos: “¡Allí, allí, el asesino está allí!” Mientras huía de los gritos, de la sangre que formaba un charco oblongo y espeso debajo del banco, me abotoné la chaqueta. Al hacerlo, algo cayó al suelo, tintineando.
Me agaché: una daga afilada y sucia, se enroscaba entre la cadena de un reloj de oro.

Sigo fumando en el portal. Espero que la luz del semáforo cambie a verde.
Texto: Virginia González Dorta