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Miércoles.
Es más temprano de lo habitual, ni siquiera la alarma está próxima a reventar el silencio estancado de su habitación. Ha tenido pesadillas durante las tres horas que lleva tendida en su cárcel particular. Soñó que la densa oscuridad tomaba cuerpo y la hundía con rabia contra la cama. Gritaba, pero ni ella misma podía escucharse.
Con una fuerza insospechada consigue abrir los ojos para darse cuenta de que eran las dos de la mañana. Se levanta de un salto y con los pies temblorosos, le cuesta darse cuenta de en dónde está, qué día es y cuál es su nombre.
Se asoma con precaución por la ventana, es una costumbre que aprendió de los lunes. Se rasca el cuello y deja escapar el aire que tenía alojado en sus pulmones desde no sabe cuándo.
Al volver a la cama toma un sorbo del vino tibio que aún le queda en la copa; esta vez no se bebió la botella entera, solo un tercio. Deduce que la falta de alcohol en su estómago es la causa de sus pesadillas. Apura el resto de la copa y vuelve a apoyar la cabeza en la almohada. Debe volver a dormir, aún es miércoles y sabe que si no descansa, su cuerpo encorvado no será capaz de arrastrase hasta el viernes. Debe llegar al viernes.
Abre los ojos con una premura inusual cuando su cerebro entra en contacto con el ruido proveniente de su teléfono, son las siete.
El espejo le devuelve unas acentuadas marcas negras debajo de sus ojos. Ahora, el espacio de su entrecejo es el más pequeño de sus inconformismos.
Entra en la ducha en el momento exacto en el que el agua pasa de una temperatura fría a un caliente golpeteo de las gotas en su pecho, su piel blanca es un manto que cubre sus huesos de la vista de los demás seres humanos. Aspira el vapor con sus orificios nasales dilatados. Ha sobrevivido a una noche larga y complicada, debe llegar al viernes.