Las buenas noticias en materia de salud, muchas de ellas auténticas maravillas, no son motivo de festejos populares ni son causa de celebraciones sociales porque terminan siendo razón de amarguras, decepción y desesperanza cuando no hay salario que alcance a la hora de atacar enfermedades y cuidar a los enfermos. Y así con todo. La proliferación de conocimientos en materia de producción y distribución de fluido eléctrico trae apareada la desgracia de sus costos alevosos. Las grandes conquistas en materia de vivienda dejan en la inmensa mayoría de las personas desolación y rabia porque entre créditos, hipotecas y costos de materiales –sin hablar de planos o escrituras- es un dolor profundo para cualquiera que intente dar techo a su familia. Por colmo, el hecho mismo de conseguir un trabajo, y mantenerlo, conlleva el fermento de la rabia sistémica que deja, en el cuerpo y en el alma, llagas de impotencia y desamparo toda vez que no hay justicia salarial y sí hay sobredosis impositiva, consumismo publicista buitre y maltrato consuetudinario vuelto cultura.
Se descubren, y publicitan, técnicas y tecnologías para casi todo y, sin embargo, acceder a ellas impone un proceso largo tapizado con trampas mil que van desde la oferta de sucedáneos pirata, al precio de “originales”… hasta mercancías “genuinas” que sólo pueden disfrutar poderes adquisitivos muy encumbrados. “Tener es poder”, dicen. El mundo se ha vuelto un enjambre espeso de mercancías atiborradas en bodegas y en avisos publicitarios en espera de atiborrase en las casas de los que pueden y de los que no pueden comprarlas. Toda la maravilla del ingenio humano, en lo objetivo y en lo subjetivo, está secuestrada por la dictadura del mercado y de esa lógica aberrante es “alma mater” de la crisis de sobreproducción capitalista. Las buenas nuevas sobre, por ejemplo, textiles cada día más ligeros y duraderos; las buenas nuevas sobre materiales educativos y culturales mejor diseñados y con soluciones formales de vanguardia; los descubrimientos extraordinarios en tecnología para las comunicaciones y en cibernética para “redes sociales”… difícilmente se festejan en los barrios o en las casas de la clase trabajadora. Simplemente no hay cómo pagarlas. Buenas noticias que producen desconfianza.
Algunos anuncian: “hambre cero” y desatan carestías de lesa humanidad. Algunos anuncian “igualdad de oportunidades” pero jamás igualdad de condiciones. Algunos anuncian grandes inversiones para “mayor riqueza” pero nunca dicen que ellos se quedarán con todo. Y ocurre en tono de algarabía y triunfalismo que en los pueblos sólo genera más hambre, peores condiciones y más pobreza. La fiesta entonces sólo es para una clase que más disfruta cuando menos gozan de los beneficios. Para los pueblos desolación y tristeza. Son albricias en el país de sus maravillas.
Mayormente cuando hay “buenas nuevas”, y las oligarquías las celebran, se sabe sin dudar que traerán penurias a granel para el pueblo trabajador. Toda vez que celebran las maravillas de la tecnología para la transportación terrestre, marítima o aérea… la clase trabajadora sabe que no podrá subirse ni a los barcos ni a los automóviles, ni a los aviones que la burguesía aplaude y disfruta. Es el despojo como cultura del placer para unos cuantos mientras la mayoría que, directa o indirectamente, trabaja para producir o financiar las grande maravillas, simplemente mira y anhela, quizá algún día, gozar del producto de su trabajo. Pero siempre con una dosis de resignación y derrota.
Por eso abunda la desconfianza ante las “buenas nuevas”. Y todo empeora cuando se sabe que esas albricias salen del producto del trabajo y salen del torrente fiscal desviado siempre en beneficio de los que más tienen. Las “buenas nuevas” pesan como un lastre de impotencia y de humillación porque, bajo el imperio del capitalismo, desplazan a la mayoría de los seres humanos que, condenados al despojo, viven a penas con migajas o con limosnas. Las fiestas de los ricos son penurias para los pobres.
Vamos acostumbrándonos a la resignación y a lo macabro. Ante nuestros ojos las paradojas más aberrantes se han vuelto cosa cotidiana y todo lo malo nos resulta familiar. Por eso desconfiamos de lo que suene a bueno, honesto, trasparente o legal. Es la anti-política victoriosa y sustentada por los anti-valores oligarcas. Es la pachanga del saqueo y la explotación en un mundo de infortunios plagado con mentiras a metralla: la “pos-verdad” y la “plus mentira” elevadas al rango de dictadura de la identidad y del orgullo de clase.
Cuando los surrealistas (1924) descifraron, a su modo, al capitalismo, pusieron a descubierto el espanto descomunal del absurdo convertido en “realidad” gracias a las más retorcidas estrategias ideológicas de la clase dominante. Lo habían hecho los dadaístas montados en furia y lo perfeccionaron los surrealistas armados con poesía, entre otras muchas herramientas, para destapar conciencias. A su modo y con sus medios actualizaron las advertencias de Marx sobre la avaricia desbocada de la burguesía que tendría expresiones simbólicas no sólo en sus instituciones religiosas, judiciales o militares… sino en sus baluartes culturales y comunicacionales como armas de guerra ideológica.
Todo lo más aberrante del capitalismo se coaguló en los campos de batalla ideológica como una especie de espejos de Alicia donde aquello que parece acercarnos a la emancipación (económica, sanitaria, laboral, educativa…) termina alejándonos, sin clemencia. Metamorfosis que desfigura toda hipotética “buena nueva” para la alegría y la degenera en tristeza, rabia y desesperanza. Y eso nunca es una “buena nueva”.
*Fernando Buen Abad Domínguez. Director del Instituto de Cultura y Comunicación. Universidad Nacional de Lanús.
Rebelión / Instituto de Cultura y Comunicación