Pero Ignaz Phillipp Semmelweis a pesar de su juventud era ya un médico con cierta experiencia aunque este era su primer trabajo y probablemente sospechaba lo que allí se iba a encontrar. Había sido un alumno destacado de Carl von Rokitanski, uno de los fundadores de la anatomía patológica (al que viéndolo actuar en una autopsia lo fascinó y le hizo cambiar las leyes, que había venido a estudiar a Viena, por la medicina) y de Josef Skoda un gran clínico que aportó avances significativos en la exploración y el diagnóstico médico. Dos maestros importantes en esta historia. Skoda, que siempre trataría de comprenderlo y protegerlo, iba a emplearlo en su clínica pero la plaza se cubrió con otro médico de más edad y le buscó un primer trabajo en el Allgemeines KrankenHaus, en la clínica de obstetricia. Según testimonios de gente que lo conoció en ese momento, Semmelweis era un joven alegre, dado a las fiestas, no demasiado introspectivo y nada hacía pensar que fuera a convertirse en el investigador pertinaz y atribulado que luego fue.
“Al sol y a la muerte no se los puede mirar fijamente” decía La Rochefoucauld, por eso hay actividades de las que no es fácil salir indemnes, sobre todo si se posee un temperamento vulnerable o si se es sensible al sufrimiento humano. Y trabajar en “la primera” clínica de obstetricia de aquel hospital (así se la conocía popularmente), dirigida por el profesor Klein, era una de ellas. Imaginemos su desesperación, tras las primeras semanas, al ver morir a decenas de mujeres jóvenes en medio de terribles dolores y la indiferencia o, incluso, la hostilidad de la mayoría de sus cuidadores (“La falta de respeto que los trabajadores mostraban al personal de la primera clínica me hacía sentir tan desdichado que la vida parecía carecer de valor por momentos. Todo era dudoso, todo parecía inexplicable, todo era incierto, la única realidad incuestionable era el gran número de muertes”). Imaginemos que quizá había hablado con ellas horas antes, que conocía algunos de sus nombres o alguna confidencia, que las había explorado, que quizá había tratado de animarlas o darles esperanzas frente a los oscuros presagios que ellas mismas ya traían. Porque, como pronto descubrió, a “la primera” clínica, en la que practicaban los estudiantes de medicina, no quería ir ninguna mujer a parir. Preferían hacerlo en la calle esperando hasta que se abriera “la segunda” clínica, dirigida por el profesor Bartch, según la rotación establecida cada 24 horas, salvo los fines de semana en la que las mujeres ingresaban en “la primera” durante 48 horas. Todas las mujeres de Viena sabían que en “la primera” era mucho más fácil morir y trataban de evitarlo por todos los medios. Preferían ir a la “segunda” clínica, donde solo atendían las matronas y percibían que la mortalidad era más baja.
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