Una vez paseando oí de lejos una conversación mañanera típica de las de a dos, de esas en las que saca cada oponente a relucir sus armas más relucientes, las que solo se forjan con el fuego de la experiencia vital. El uno se quejaba de que en los pueblos ya no se vive igual, que antes tenías todo lo que te hacía falta, pero que en estos tiempos tan modernos "parese que tienes nesesidá de tó y de ná, y tienes que está to el día moviéndote". El otro, replicó, triunfante: "que sí coño, pero en los pueblos tenemos matansa". Yo, que caminaba a lo lejos, sonreí pícaro cuando escuché el espadazo final del fan del ritual extremeño por antonomasia.
Sonreí porque me siento como cualquiera que es de pueblo y se siente huérfano de él. Cuando uno que es de pueblo pasea por Badajoz se siente borracho de Faro, de Corte Inglés y de Calle Menacho, de fiestas los jueves y de carnaval, pero se siente huérfano de casco antiguo sobresaliente y de más ambiente urbano moderno. En Cáceres sobra casco antiguo sobresaliente y te sientes huérfano de Corte Inglés y de Starbucks y de Fnac, y de más ambiente urbano moderno. Y cuando vas a Madrid, te sientes borracho de todo, sobre todo de urbanismo moerno, y huérfano, al poco tiempo, de lo único que uno no puede vender al precio del café del Starbucks: su pueblo. Sientes que lo poco que tienes en tu pueblo es demasiado en la borrachera urbanita.
El extremeño es asina, y suma al inconformismo patológico del ser humano, el victimismo del profeta que no se siente querido en su tierra, pero obligado a venderla mejor que cualquier promotor urbanístico. Odia su pueblo porque no tiene Zara ni Corte Inglés, ni fiestas que merezcan la pena, pero saca su escopeta cargada cuando osan decir que la boina y el burro son lo último en la pasarela 2015. Se quiere arrimar al moderno porque sabe que Extremadura es sinónimo de pesadumbre y nostalgia rural, pero cuando se emborracha de Starbucks y Fnac, solo puede sentirse huérfano de lo que nunca sería capaz de vender al precio de una colección de cómics de Batman: su pueblo.
Llega diciembre y el olor de las castañas se mezcla con el de los dulces caseros y los pucheros mañaneros, y de base, un olor ancestral y mítico que pesa tanto como una bandera verde blanca y negra: el de la matanza.
Y el que se sienta huérfano de modernidad, se lo pierde. Llega la navidad y trenes, autobuses y coches compartidos se llenan borrachos de ella, de esa modernidad necesaria para no parecer lo que eres, esos que ahora pueden dejar de fingir su odio rural: su odio al puchero caliente, a los bollos de chicharrón y a los mantecaos, a la fiesta de corralón y lumbre y a despertarse con un gallo lejano que como mucho sobrevivirá hasta nochevieja. Ese odio tan extremeño que solo somos capaces de aparentar para fingir que no estamos anclados en la boina y el burro y para parecer lo que no somos: unos urbanitas deshumanizados.
El buen extremeño solo quiere su tierra cuando la siente lejos y si eres de pueblo, lo llevarás al extremo, odiando su aburrimiento y su rutina asfixiante hasta la muerte pero queriéndolo a rabiar, porque las rutinas solo desesperan de verdad en territorio desconocido, y el aburrimiento más asqueroso es el del abuso de cosas que hacer y no el del disfrute de lo poco que se tiene.
Schopenhauer tenía la teoría de que la sociedad es una enorme hoguera donde el hombre prudente se calienta a distancia y el necio, tras quemarse, huye al frío de la soledad quejándose de lo que quema el fuego. Creo que si Schopenhauer hubiera estado en algún pueblo de Extremadura, solo hablaría de hogueras estando de matansa y comiéndose una tostada de cachuela, pringue colorá o refrito. Es otra filosofía. Otra sociedad. Es Extremadura. Semos asina.