Los primeros quince minutos de Señor, dame paciencia no podrían pintar peor. Para empezar, tenemos a Jordi Sánchez de nuevo interpretando una variante de su papel de Antonio Recio en La que se avecina, sólo que esta vez ligeramente menos caricaturesco y llevando peluquín. Los chistes rancios empiezan a sucederse uno detrás de otro mientras va tejiéndose una trama sospechosamente parecida a la de Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? (como si con parecerse el título no tuvieran ya suficiente) y nos deslumbran con una factura técnica digna de un telefilme mal avenido rodado con desgana a lo Ocho apellidos vascos.
Cuando uno ya está mentalizado para el mojón que presumiblemente está a punto de comerse, tiene lugar cierto giro argumental que desvela las verdaderas cartas de la película. Y entonces parece que la cosa puede mejorar. Y digo parece, porque justo después entra en acción un elemento fantástico, o sobrenatural, como queráis llamarlo; lo importante es que la cinta parece cambiar de género completamente de una escena para otra y la vergüenza ajena se dispara hasta límites insospechados.
Y uno sigue viéndola. Sigue viéndola, entre otras cosas, porque está en un pase de prensa y no quiere quedar mal con los administradores de esta página yéndose de la sesión antes de tiempo. Uno permanece en la sala cuestionándose todas y cada una de las malas decisiones que ha tomado en su vida para haber terminado sentado en esa butaca: cada fracaso profesional, cada abandono académico, cada desengaño amoroso; se pregunta cuándo fue la última vez que llamó a su padre y cuántos «te quiero» se quedaron en el tintero. Pero ya es demasiado tarde para rendirse. Uno no desiste y sigue, también, motivado y atraído por una curiosidad morbosa y autodestructiva de saber hasta dónde puede llegar el guionista de semejante esperpento fílmico para seguir hundiéndose en la mierda.
Afortunadamente, parece que no tardan en darse cuenta de la vergüenza ajena que están provocando y empiezan a lanzarle guiños cómplices al espectador mediante uso del personaje de David Guapo —cómico simpático, actor lamentable—, como si por el mero hecho de hacernos saber que hasta ellos son conscientes de la mierda que están rodando, ésta fuera a oler mejor. Pero cuando uno ya se ha acostumbrado a la fantasía mezclada con chistes casposos y melodrama digno de domingo tarde en Antena 3, uno empieza a dejarse llevar e incluso a disfrutar de la experiencia.
Todos sabemos cómo va a terminar Señor, dame paciencia. Todos sabemos cuál va a ser la moraleja final. Y aun así, eso no impide que el tercer acto funcione mil veces mejor que los dos anteriores. Quizá la idea de hacer una comedia blanca para todos los públicos empleando exactamente el mismo tipo de humor de series como Aída o La que se avecina no fuera demasiado buena para empezar. De ahí que no funcione absolutamente ninguno de los gags —quizá Paco Tous sea el único personaje que se salve un poco de la quema, y tirando más de carisma que de guión—, pero en cambio se luzca muchísimo más en la parte dramática. ¡Si hasta Jordi Sánchez parece acordarse de que tiene talento! Lástima que lo poco bueno llegue una hora tarde, porque lo cierto es que si le pilla con el pie cambiado Señor, dame paciencia podría llegar hasta a conmover al espectador.
No digo yo que no quepa la posibilidad de que, al ser tan chungos los dos primeros actos, el tercero me haya entrado como agua y de ahí mi inusual benevolencia con él. Ni siquiera es descabellado plantear la idea de que después de una hora tan desastrosa se me haya reblandecido el cerebro hasta el punto en que mi criterio se haya esfumado de por vida. Podría ser. Si veo que presento efectos secundarios a medio/largo plazo, que no quepa duda de que os lo haré saber. Empezaré a preocuparme cuando descubra que me hacen gracia los monólogos de Dani Rovira.
De momento y hasta nueva orden, preveo que Señor, dame paciencia va a ser el nuevo hitazo en los viajes de larga distancia de Renfe.
Que os sea leve.
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