Hace unas semanas, me sorprendió uno de los compañeros y amigo del colegio donde trabajo, cuando me comentó (tras más de un mes de empezado el curso) que había leído El bar de Lee en verano y que el poema que más le había gustado y llamado la atención era uno titulado Señor en mi barrio.
Señor en mi barrio es un poema que a mí mismo me resulta un tanto incómodo. Como se apunta en él (en un giro a lo Borges) pensé en dejarlo sin terminar, y al terminarlo pensé también en dejarlo fuera del libro. Al final sí que quedó dentro. Lo reproduzco aquí:
SEÑOR EN MI BARRIO
Trata de abrir la puerta por sí solo, decidido con el costado empuja. Al verle, la camarera –rumana, quizás polaca- le indica al dueño que le eche una mano. Se acomoda en la barra, cerca de donde en un libro me sumerjo acodado. Él también pide café con leche. Siento curiosidad, furtivo observo. La camarera le echa el azúcar, lo agita, extrae la cuchara y pone en el vaso oscuro una pajita -parsimonia de rito repetido, asimilado-. Después, él inclina la chaqueta y la chica toma un billete de cinco euros del bolsillo, la propina es generosa. Se despide como un señor, con gesto sonriente, firmes palabras desde un rostro seguro, agradable bajo un tupé rubio de los años 50.
Sin embargo, otro día me crucé con él en una céntrica calle de Madrid, despojado de su cuidada chaqueta, gastando una camisa sin mangas, mostraba a los viandantes la ausencia de sus brazos a la altura del hombro. De rodillas, tras un cestillo, lastimero, imploraba.
Quería olvidar el borrador, evitar esta historia que me provoca cierto reparo púdico, pero hay algo encerrado en ella o en este hombre, señor en mi barrio, que me llama, que se golpea contra las paredes de mi cabeza buscando la salida, que se demora en el poderoso contraste entre esas imágenes y exige un sentido, el remanso de una explicación.
Decidí sentarme a trabajar sobre el papel, a dar forma a las palabras amontonadas, sólo después de creer que había alcanzado un final satisfactorio, una conclusión que sirviera como cierre. Aquí la trascribo:
Puede que la clave del vigoroso interés se encuentre en el hecho de que a mí, como parece ocurrirle a este hombre, también me gustaría poder distinguir con nitidez diáfana todos los momentos en los que la vida me va a permitir ser un señor de los que, sin remedio, me va a obligar a ser un mendigo.
Pero tras centrarme en dar forma a otros poemas éste me sigue reteniendo, sé que algo en él -o en mí- no funciona, y me llama de nuevo, me hace ver que ese final sólo es satisfactorio como construcción ficticia, como lógica de palabras, pero no me exorciza de la historia que contiene y me agrede con su insuficiencia. Lo dejaré aquí, sin embargo, como testigo, como aviso para navegantes ante la autocomplaciencia de las palabras, como un renovado fracaso.