Señora. Inédito

Por Biologiayantropologia

SEÑORA
Si Aristóteles decía que el hombre es un animal dotado de razón, y no hay que olvidar ninguna de esas dos notas (animalidad y racionalidad), también se puede definir al ser humano, a la persona, como alguien esencialmente moral (Kant) y dependiente (A. MacIntyre). Esto nos sitúa en el plano de la libertad para ayudar a los demás; y nos confronta con el animal. La moralidad (o ética) sólo se puede entender desde la capacidad de ser mejores para hacer mejores a los demás. El animal no lo necesita, ya ha llegado. Su despliegue no es biográfico ni social, no necesita del tiempo para ser bueno y hacer buenos a los demás. Su DNA consigna ya, de antemano, lo que es y adónde podrá llegar. Por el contrario, el ser humano sólo desde la perspectiva de su libre elección se dignifica al dignificar a los demás. Cobra densidad.
En mi infancia, conocí a una anciana analfabeta, enteca, retaca, con unos ojos pequeños, brillantes, chispeantes, alegres, burbujeantes. Se plantó, sin más, ante mi madre, al día siguiente de nuestra llegada al pueblo: ¡señora, aquí me tiene para lo que necesite! Con once hijos a cuestas, desde luego, requería ayuda; y más en pleno veraneo y novedoso lugar. Lo había intuido con la inmediatez de su enorme generosidad. Aquella mujer, viuda, tenía una hija que, con su marido, se iba los meses de verano y principios de otoño a la vendimia de la campiña francesa, con su maleta de cartón, a ganarse las habichuelas con el sudor de sus lomos.
Muy de mañana aparecía con un caldero o un capazo lleno de brevas que rezumaban dulzor, racimos de una uva deliciosa y turgente, tomates frescos, huevos recién puestos o lo que se ofreciese. A veces, portaba higos chumbos, que pelaba con una asombrosa habilidad y “sin pincharse”. En realidad, no era así, aunque sus manos callosas no lo aparentaban se punzaba con las punchas como todo quisqui, pero ella se las restregaba a continuación sin darle más importancia. Se arremangaba y se ponía el delantal para emplearse a fondo. Siempre disponible y siempre dispuesta. Sólo supe su nombre: Catalina. No era necesario más. Como cuando vino el cartero a casa, a entregar un dinero por giro postal, y preguntó por mi abuela, y zagal de mí, le dije que allí no vivía nadie con ese nombre. Mi madre, atenta a la jugada, gritó desde el fondo: ¡es tu abuela!
Esa mujer pasó a la consideración de una integrante más de la familia, cosa que, por otra parte, no tenía nada de particular, tratándose de una amplia tribu. La última vez que la vi nos abrazamos intensamente: ¡válgame el Señor! decía con expresión local y una emoción indescriptible. Habían transcurrido los años, pero conservaba intacta su fisonomía en su bondad originaria. Siempre me ha fascinado esta sencillez y afabilidad. Esta cercanía. Su liberalidad. Este señorío del servicio. Aquella mujer canija y de apariencia frágil era, en realidad, una señora.