¿Nos gusta la complejidad? Bueno, somos modernos, nos duela o no, y nos gusta –en mayor o menor medida- la complejidad. Digo gustar, pero quizás sea más apropiado decir respirar: la respiramos, y cuando falta parece que nos ahogamos un tanto y nos ponemos a sospechar. Somos críticos y lo demasiado obvio es llevado inmediatamente a la sala de disección. Pero el criticismo es peligroso. Se gana el dominio de las cosas, y se pierde al tú –idea de Lévinas-.
Reconocer la complejidad de la vida es muy sano, pero la complejidad no exige automáticamente una actitud cartesiana global –actitud poco sana-. Nuestra sensibilidad moderna nos ha dado los cuadros de Turner y las novelas de Conrad. Ahí somos conscientes de la presencia del sujeto al conocer, del misterio de la realidad, de la complejidad de todo. Tan sólo, un poquito de actitud sapiencial, de confianza en el tú, en las tradiciones culturales y religiosas contrastadamente valiosas, es suficiente para que nuestra sensibilidad moderna no termine diseccionándonos.