La otra tarde viajaba en un vagón de metro cuando irrumpió uno de esos frecuentes grupos de turistas, arrastrando sus bártulos rumbo a la estación de tren. Y por un momento anhelé la sensación de sentirme extranjero.
Dentro de este blog he escrito varias entradas arremetiendo contra el turismo como uno de las plagas de nuestro tiempo: ese absurdo ir y venir de un lado a otro de la celda planetaria, sin interés ni curiosidad o, aún peor, con interés y curiosidad impostados. Sin embrago, la otra tarde desee sentirme turista.
Hay un aire liviano en el turista probablemente fruto de la situación de estacionalidad que tan bien nos sienta los humanos. Una naturaleza transitoria y con fecha de caducidad no puede aferrarse a conceptos infinitos ligados a lo material, como si esto fuera a durar para siempre.
Otro aspecto muy apetecible es el de la desvinculación específica. Cuando las cosas se ponen tan feas como las han puesto en nuestra sociedad, resulta muy deseable esa sensación de esto no va conmigo. Sentirse libre del peso de la empatía con el resto de congéneres porque, a la postre, hay un poso educativo que a poco nos hace percibir el extranjero como tierra bárbara (por mucho que estemos en urbes tan civilizadas como Munich u Oslo). Gozar de ese absurdo punto de superioridad del viajero prepotente que señala la paja en el ojo ajeno sin distinguir en ella su reflejo.
A la postre añoraba sentirme como la versión diletante de los hijos de Sartre y Camus: un extraño, ajeno, raro, sin nada que ver con el resto de mi tribu porque, es cierto que hay días en que miro a los míos y no me reconozco.