Casi nunca tengo la necesidad de desconectar; y esto no significa que no disfrute plenamente de todo lo que es ajeno a mis cotidianas ocupaciones. Me gusta parar de vez en cuando; pero no bebo los vientos por estar sin hacer nada, que solo es una expresión verbal. Relajarse o pensar comprometen más actividad que estar tirado viendo la tele o sentarse al fresco —si es posible con esta temperatura— a la puerta de casa. Y nada de esto puede comprenderse bajo la idea de estar sin hacer nada. Aunque casi siempre mire la hora antes de tomarme un café o una caña, nunca miro el calendario para leer un libro. Ya escribí aquí sobre eso. Este verano, nuevamente, ha sido apacible sin desconectar, sin dejar de hacer algunas cosas de siempre, como pasear, conversar, leer o escribir con la novedad —cuando se ha podido— de estar en un lugar distinto. En otra playa, en otro río, en otra calle, en otra ciudad distinta a esta, y a esta calle, y a este río, y, finalmente, a esta playa que es mi calle, mi ciudad, mi casa y que puede llegar a convertirse en un dulce decorado de mis deseos. He leído mucho este verano. Algo he escrito. No ver el momento de escribir sobre lo que he leído no me quita el sueño. Simplemente, es imposible. Esta fatal y desdichada correlación entre lectura y escritura, en la que la experiencia de la escritura siempre llega a resultar frustrante, es la clave de este trabajo gustoso. Así debe ser. El día que escriba sin leer, malo. Siempre considero exiguo el resultado escrito de cualquiera de mis lecturas. Por ejemplo, escribir una reseña de un libro de casi cuatrocientas páginas, con más de una veintena de artículos diferentes, en mil quinientas palabras, en poco menos de diez mil caracteres sin espacios. O la de cualquier libro más breve pero igualmente enjundioso en seis mil caracteres, dos folios. Es posible que si me viese obligado a hacerlo todas las semanas por contrato tendría que desconectar. Por el momento, lo hago por gusto.