Corro con los pies mojados y haciendo cierre con las manos sobre la cazadora abierta. El vello del cuerpo se me eriza. Me aferro al tirante y al calzado veraniego, las piernas aún libres de medias, mientras la lluvia y el viento me escupen un avance de invierno. Las inmediaciones del colegio vuelven a ser la jungla. Se acabó la hibernación estival. El capazo de la playa me hace burla desde el maletero cuando regreso a mi cueva con ruedas.
Allá vamos, invierno.
Una vez cumplida con la re-estrenada liturgia, las hordas de madres y padres regresamos taciturnas al trabajo o a casa convirtiendo a esas horas la carretera en una M-30 de provincias. Suspiramos, resoplamos, mordemos el labio inferior, sacudimos la cabeza y encendemos el aparato musical. Mierda (perdón), tengo puesto un CD de esos maravillosos que de tanto que lo es me hace polvo. ¿Por qué no me gustará el Heavy Metal? Mística y compungida, he llegado a destino (y sin GPS; lo que hace la rutina…). Corro encogida hacia la oficina, mientras me digo que no es para tanto, que el gigante INVIERNO (porque de septiembre a junio todo es invierno, señores/as), aprieta pero no ahoga. Pero no funciona… ha empezado el duelo por la pérdida del verano y, con él, de una despreocupación relativa, de un relajo de los protocolos personales, de la luz, ¡del solín!, ¡de la playa!, del terraceo, de la inactividad escolar, de la desnudez… Verano, te quiero.
Venga, va, que solo me queda un libro por forrar, todavía no hay deberes y el fin de semana dan bueno (dicen)…. Ainssss.