Los recientes éxitos de la literatura colombiana, han puesto sobre la palestra el fenómeno de la comercialización de nuevas obras y autores. Puntualmente, Juan Gabriel Vázquez con su novela El ruido de las cosas al caer, ganó inicialmente el premio Alfaguara de novela ―misma casa matriz con la que tiene contrato de exclusividad― y posteriormente el premio Gregor Von Rezzori. Este éxito literario no habría sido posible sin la intervención de los buenos oficios comerciales y publicitarios de la casa editorial. Si bien estos indicadores pueden sugerir la buena salud de la que goza la narrativa colombiana en el mundo, también baraja inquietantes preguntas a las que nadie quiere responder, o mejor, que se eluden olímpicamente por los periodistas sobre todo, a la hora de tocar el tema de la publicación en Colombia.
Colombia tiene uno de los índices de más baja lectura en América Latina. (No quiero hablar de estadísticas porque no soy experto). Muchos achacan este hecho al alto costo de los libros: en promedio en una librería bogotana puede encontrarse un título oscilando en los 20 a 30 dólares; un salario mínimo diario es aproximadamente la tercera parte de éste valor. La ecuación demuestra que un empleado promedio puede comprar con los 320 dólares que recibe de sueldo, un libro mensual, con algún esfuerzo. Así, el mercado del libro cierra el círculo cada vez más, estrechando los alcances de las clases pobres, es decir, en el lenguaje del DANE, la clase inmediatamente inferior a la media.
Sin escritores no existirían los libros. Tampoco sin lectores. Este círculo se nutre cada vez que alguien escribe, así como cuando alguien abre las páginas de un libro. Sin embargo, el proceso que separa el ya titánico trabajo de escribir la obra, hasta que un lector ve el libro en el estante, es una verdadera odisea. En primer lugar gran parte de las editoriales, o hacen parte de un monopolio industrial, o bien, constituyen el capital de propietarios necesitan recuperar la inversión implicada en la producción del libro. Para los autores noveles, a los que se nos cierran consuetudinariamente las puertas y ventanas de las editoriales, nos sucede algo parecido al fenómeno comercial del lector sin capacidad de compra del producto acabado. En este complejo proceso entran en juego, desde la calidad de la obra que se pone a juicio del editor, pasando por la hoja de vida del autor y su palmarés literario, hasta factores no menos importantes como la calidad del papel, la diagramación y el tiraje inicial. Personalmente, mi experiencia con la editorial Oveja Negra, que tras meses de espera por la evaluación del manuscrito, me pidió una inversión inicial de cerca de cuatro millones de pesos para poner en marcha la edición y ver así el libro en mis manos.
30% de los hogares colombianos no tienen libros
La alternativa que queda es entonces el árido y espinoso camino de la autoedición. Venturosamente, un proyecto que lleva unos tres años en Colombia, impulsado por Editorial Magisterio, www.autoreseditores.com, ofrece la oportunidad a escritores nóveles o no, de publicar de manera gratuita en su página. Allí me hallé con la fortuna de poder editar de manera muy sencilla mi obra y ponerla en la librería. Los usuarios se registran y pueden pedir la impresión a partir de un ejemplar hasta 1000 o incluso más. De este modo se cierra la brecha impuesta por los monopolios de la industria del libro en Colombia, que no nos digamos mentiras, muchas veces tienen un tufillo de burocracia y que recuerda las maniobras de nepotismo con que el papa Sixto IV favorecía a algunos miembros de su cohorte pontificia.
Pero como dice el refrán popular, de eso tan bueno no dan tanto. Aunque loable, la autoedición limita al autor una difusión exclusiva de su obra; como no sucede con un contrato que se firma con un editor de gran prestigio. Una vez el libro es un producto acabado, inicia la tarea quizá más difícil: darlo a conocer. Puede tener grandes cualidades estéticas, y su autor hacer alarde de una pluma de alto vuelo, pero sin el impulso comercial y publicitario con que cuentan gigantes como Planeta o Alfaguara, filial del Grupo Prisa, con toda una vasta red de medios a su disposición, el libro puede verse condenado al cieno del fracaso editorial.
Ha habido casos donde el azar juega una partida a favor de los autores. Casos puntuales: la concesión del premio Nobel de literatura en el año 2012 o 2008, con Mo Yan y Herta Muller respectivamente. Sus libros, al menos en países lengua diferente a la de los escritores, acumulaban polvo en las bodegas de sus respectivos editores. El boom del premio, hizo que inmediatamente salieran a una segunda vida los ejemplares, convirtiendo un fiasco editorial en un verdadero fenómeno de ventas y reediciones. La literatura, dijo John Steinbeck es un oficio mucho más incierto que las carreras de caballos. Quienes nos decidimos a vivir de escribir, nos embarcamos en la stultifera navis en pos de una quijotada mayúscula, sin saber si lo que espera es un naufragio o la feliz llegada a buen puerto. Es la utopía de una locura.