Ser Fidel

Publicado el 27 febrero 2017 por Yohan Yohan González Duany @cubanoinsular19

El 25 de noviembre de 2016 se convirtió en el día en que Fidel Castro Ruz dejó de existir como ser humano y entró definitivamente a formar parte de la historia. Esa fecha podría haber representado también otro acontecimiento, de cierto modo, mucho más trascendental para el futuro de la nación cubana, es decir, el nacimiento de una poderosa fuerza simbólica capaz de cerrar filas y generar la unidad – no unanimidad – necesaria para enfrentar los numerosos desafíos que han llegado – y seguirán llegando – para la sociedad cubana en su conjunto.

Todo parecía indicar que esto iba ocurrir. De la marea empezó a llegar un grito inequívoco: “Yo soy Fidel”. Y el clamor no tardó en difundirse a lo largo y ancho del archipiélago. La espontaneidad, esa gran ausente de muchos actos y acciones que se llevan a cabo en Cuba, parecía haber vuelto a tener poder, cubriendo con un aura de esperanza el futuro de la nación y la idea de que el legado de Fidel  – plasmado de rebeldía y herejía – pudiera lograr lo inimaginable y lo imposible, más allá de sus aciertos y desaciertos terrenales y, quizás, más allá de toda la carga ideológica que pueda llevar consigo.

Pero se produjo lo previsible. El dogmatismo estéril, aquello que lo vuelve todo gris y vacuo, se impuso – o trató de imponerse – sobre la marea. Al cabo de pocas semanas, el grito espontáneo se volvió en una de las tantas consignas que llenan los carteles y los actos oficiales en Cuba – al mismo estilo de “Seremos como el Che” – quedando despojado de todo significado y sentido. Todo quedó como letra moribunda, algo que sobrevive y se reproduce por inercia, señal de la más torpe incapacidad de (re)generar un sistema de valores en la difícil tarea de la enseñanza de la nación y de la conversión de jóvenes indiferentes en ciudadanos conscientes.

“Yo soy Fidel” no sólo perdió su frescor originario sino también toda su carga revolucionaria. Aquel Fidel que podría ser, sobra decirlo, cualquiera de los miles de jóvenes irreverentes y críticos de la realidad actual y uno de los más activos en la búsqueda de soluciones para cambiarla, está siendo sustituido por la distorsionada figura de un antitético revolucionario sumiso, alguien que promete obediencia incondicional hacia una opaca fotografía del pasado que solo inspira inmovilismo y apatía, no dejando ningún espacio para la esperanza y la imaginación.

Si las cosas ocurren por estrategias equivocadas, también son fruto de la precisa voluntad de algunos. La muerte de la espontaneidad y el fomento de una sociedad agrisada y disciplinada, son las recetas desastrosas que necesitan implantar aquellos que pretenden imponerse como custodios de la Revolución y únicos intérpretes de la misma, mientras con torpeza intentan ocultar su auténtica esencia de pasivos vividores del status quo. Para sus espantosos objetivos de sobrevivencia parásita, tratan de secuestrar la herencia simbólica que Fidel les legó a las futuras generaciones para convertir a éstas en un rebaño obediente que no cuestiona ni discrepa, exigiendo de manera tan retorcida que ser Fidel – ser revolucionario, en última instancia – es no cambiar lo que debe ser cambiado; es mentir, violar principios éticos y aplastar a quienes se atrevan a desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro del ámbito social y nacional; es ser un asalariado dócil al pensamiento oficial o un becario (mercenario) que vive al amparo del presupuesto; es defender una república con pocos y para el bien de pocos.

La presencia de este lastre no debe frenar el ímpetu de la transformación revolucionaria y constante de la realidad. La esperanza sobre el futuro debe ser más fuerte que la desilusión y el miedo. Creer en el poder de las ideas, las ganas auténticas de ser parte activa en la construcción de un proyecto socialista, más participativo y menos excluyente, creer en la fuerza de la pluma para aguantar el peso del plomo, no rendirse jamás, no arrodillarse frente a quienes intenten saquear el país y su futuro, luchar contra los injustos, los oportunistas, los hipócritas y los parásitos, recuperar la ilusión de que unos principios honestos se imponen contra cualquier dogma; es la mejor manera para seguir el legado de Fidel. Ser Fidel, hoy en día, impone a todo ciudadano (“revolucionario o simple persona honesta, comunista o no”, dijo Raúl Castro) el deber de enfrentarse a esta lacra y ganarle, con imaginación e ilusión, la batalla más grande a la contrarrevolución.


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