Ser hormiga y caballo a la vez, Natalia Ginzburg

Publicado el 14 diciembre 2018 por Kim Nguyen

No pienso que el escritor deba realizar, al traducir, un acto de apropiación. Creo que debe desaparecer lo más posible él mismo. Su estilo, que no utiliza, la lengua en las manos como un instrumento inútil. Sin embargo, no puede separarse de él en el pensamiento, siéndole imposible en lo más íntimo separarse nunca de él, y de vez en cuando lo acaricia esperando el momento en el que lo utilizará de nuevo. Esto le da una sensación de confusa emoción e impaciencia. Pero sabe bien que traducir exige una paciencia suprema. Así, entre paciencia e impaciencia, entre meticulosidad y fiebre, el escritor se encuentra caminando en una zona que le es completamente desconocida. Porque en realidad, aunque haya traducido a lo largo de su vida cierto número de obras amadas, cada vez ha olvidado ese extraño ejercicio y lo vuelve a aprender desde el principio.

Es algo completamente nuevo para él hacerse desaparecer a sí mismo, pues está acostumbrando a pensar intensamente en él mismo, cuando escribe para sí, y a mantener los ojos fijos en el bullicio de su propia mente. Ahora está obligado a separar los ojos de sí, a fijarlos en el mundo de otro. Si es un mundo amado, se abre por completo a ese mundo, quiere ser invadido por él, ser gobernado y ser mandado, obedecer. Cuando escribe él mismo, se comporta habitualmente como soberano, pero ahora en cambio siente que debe comportarse como siervo. Traducir es servir. Sin embargo, le queda, encubierta, una especie de soberanía: esa soberanía que está destinada a los siervos de los monarcas, cuando viven en estrecha intimidad con estos, respirando su amada grandeza, espiando las arrugas de la frente sus deseos y sus proyectos.

Traducir significa pegarse y aferrarse a cada palabra y escrutar su sentido. Seguir paso a paso y fielmente la estructura y las articulaciones de las frases. Ser como insectos sobre una hoja y como hormigas en un sendero. Pero mientras tanto mantener los ojos alzados para contemplar todo el paisaje, como desde la cima de una colina. Moverse muy despacio, pero también muy deprisa, porque en tanta lentitud está y debe estar presente también el impulso de recorrer a gran velocidad el camino. Ser hormiga y caballo a la vez. El riesgo es siempre ser demasiado caballo o demasiado hormiga. Tanto lo uno como lo otro estropean la obra. La lentitud no debe aparecer, solo debe verse la carrera del caballo. Las palabras nacidas tan despacio no deben parecer arrastradas o muertas, sino frescas, vivas e impetuosas. La traducción está hecha por tanto de esta contradicción que parece insalvable. Figurémonos si teniendo que luchar diariamente con tal contradicción, el escritor puede cargar con el peso de su persona, con el embarazo de su estilo. No, conviene que, durante algún tiempo, deje aparte todo esto. Hormiga y caballo, soberano y vasallo al mismo tiempo, el escritor, en el acto de traducir, llega a conocerse a sí mismo con una vestimenta y una condición nueva.

Natalia Ginzburg
“Madame Bovary”. Nota del traductor.
Mayo de 1983

Foto: Natalia Ginzburg