Me gusta creer que en el mundo hay más gente buena que mala. Aunque este mundo ha forjado su historia a punta de sangre inocente derramada sobre la floreada falda de la madre tierra, yo prefiero descansar bajo el abrigo esperanzador de la premisa de que no puede haber más odio que amor en el mundo. El problema con nuestra historia, ser humano, es que el poder siempre ha estado en las manos equivocadas. Las armas, el dinero, la avaricia han prevalecido bajo la custodia de gente errónea, de aquellos que no saben cultivar la paz y la armonía. Pero te invito, ser humano, a que eso no nos detenga. Te invito a que sigamos creyendo, a que armemos la revolución del amor. Y no lo digo en el sentido hippie de hacer el amor, lo digo en el sentido verdadero de dar amor para alimentar el amor. Lo digo más en el sentido en que decía Jesucristo, Ghandi o el che Guevara. Me refiere a ese respeto por la naturaleza, por cada criatura de nuestro entorno para que construyamos una armonía que nos permita prolongar la estabilidad durante nuestra estadía en el paraíso que es la tierra en que vivimos. Ojalá, ser humano, nos desprendiéramos de prejuicios, ambiciones y malas caras para que podamos de una vez por todas abrazar con amor a nuestra madre tierra, disculparnos por nuestro egoísmo y recomponer nuestra quebrada relación. Esa es la verdadera felicidad que tanto buscamos, reside simplemente en el amor. Toma ya la decisión, ser humano, somos lo que damos no lo que recibimos. Entreguemos amor, seamos amor y cambiemos nosotros para que le cambie la cara al mundo.