Escribo esto por dos razones. La primera es porque olvidé coger la cámara (sorpresa, soy un desastre). La otra es porque el concierto de Jorge Drexler debió ser tuyo. Y lo fue, de alguna manera.
Cuando me acomodé en el asiento me invadió esa sensación angustiosa y familiar de ser una isla, de ver al mundo pasar y saludar y seguir de largo mientras yo permanezco. Algo de lo que solo me podrías salvar tú, porque esta noche debía ser contigo, y ni todos los amigos ni amantes del mundo podrían arreglarlo. Se sentía un poco extraño presenciar un concierto semejante sabiendo que no iba cubrirlo para nadie, por eso decidí cubrirlo para ti. Como no estabas, me tocó poner a dormir mis prejuicios y ver a Drexler con tus ojos, con tus oídos; emocionarme con las canciones que tan dentro llevas; evocar esos recuerdos que no conozco pero sé que existen porque los he visto reflejado en tus pupilas cuando lo escuchas.
Lo bueno de no tener expectativas es que puedes vivir limpiamente la experiencia de un espectáculo. Y cuando él apareció en el escenario de la sala Avellaneda y se puso a guitarrear y conversar bajo una solitaria luz cenital como si fuera un amigo de toda la vida, comencé a sospechar que esta podía ser una buena noche. Y fue así que en algún momento me descubrí tarareando esos temas que he escuchado tantas veces sin que hagan huella en mí, pero que en esta ocasión me estaban diciendo algo, como si llegaran en el instante preciso.
Me gustó Drexler, su falta de acento “uruguacho”; su sonrisa amplia, inocente; su capacidad de transmitir complicidad a un auditorio de cientos de personas. Lo hubieras amado, como al parecer lo amaron un muchacho parapléjico que –quiero pensar– llevaron al concierto porque sus melodías le hacen sentirse algo más vivo; o una chica negra que se paraba a bailar con una energía fascinante sin importarle las miradas reprobatorias de los aburridos a su alrededor.
¡Si hubieras visto lo que hizo Alexis Díaz Pimienta! Drexler lo invitó a subir al escenario para improvisar a partir de su canción Que el soneto nos tome por sorpresa, y vaya que nos sorprendió. Le bastaron un par de minutos para entrar en calor y echarse la sala en un bolsillo con su rima rápida, ocurrente, imprevista, con esa sabiduría repentista que parece cosa de otro mundo.
Fueron más de dos horas en las que no faltó ni sobró nada, en las que los temas de su último disco Bailar en la cueva compartieron con algunos de sus clásicos (sobre todo de Ecos, creo que tiene algún fetiche con ese álbum), y algún que otro placer culpable del propio Drexler. Dos horas que colmaron las expectativas de la mayoría y dejaron sembrada la semilla de las ganas de una próxima vez, como deben hacer los buenos conciertos.
Ya entrada la madrugada, en la soledad del cuarto me descubrí poniendo su música y tomando la guitarra para repasar sus tablaturas, intentando compensar lo que preciso con la mitad que tenía a mano. No te sientas mal por no haber podido estar; prometió volver, y tiene cara de ser un tipo que cumple sus promesas. Y ahí estaremos nosotros.
PS: Si quieres más detalles pregúntale a Diana, creo que lo disfrutó tanto como lo habrías disfrutado tú.
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