Es finales de Abril, la primavera empieza a olerse en el ambiente. Junto con el otoño, es una de mis estaciones favoritas, el sol brilla más, ya no es de noche cuando salgo de casa cada mañana y las tardes empiezan a crecer. Esa invasión de luz nueva y creciente suele ser motivo para alegrar el humor y sentirse más feliz. Pero yo no lo estoy.
Cada día que pasa, el peso que llevo a mi espalda crece. Continuamos sin tener noticias de nuestro proceso y empezamos a intuir que algo va mal. Estoy nerviosa, no puedo explicarlo. Ni tan siquiera yo misma entiendo muy bien que me pasa.
Estoy distraída, sin ganas de trabajar, de comer, solo pienso en llegar a casa y encontrar reposo para mis pensamientos. Y lo encuentro. Llevaba mucho tiempo sin escribir, pero ese día necesito desahogarme. Empiezo a redactar una carta para misma, que se convierte en un análisis de cómo el proceso me ha afectado, que he aprendido de él, y cómo quiero afrontarlo.
Esa carta se convertirá en mi felicitación para el Día de la Madre de ese año. Mi círculo de amigas se despertará un día con ella en el grupo de wasap, sé que alguna de ellas aún la conserva.
Ese día, mientras yo estoy en mi hogar, dando forma a mis pensamientos, a miles de kilómetros de distancia, en una pequeña ciudad de Etiopía, se produce un nacimiento. Un niño acaba de llegar al mundo, mi hijo.Hay quién lo llamaría casualidad, yo prefiero pensar que se trata de mi Serendipia particular. La que me cambió la vida.