Tres son las grandes virtudes de True Blood: la primera, la premisa de la que parte. Estamos en una sociedad donde humanos conviven con vampiros y donde éstos reivindican igualdad de derechos ante el recelo de aquéllos. True Blood es la marca de una bebida de sangre sintética, que constituye el alimento de los vampiros, aunque todo el mundo sabe que lo que de verdad les pone es la sangre humana auténtica. Por otra parte, la sangre de vampiro es una sustancia alucinógena y megaafrodisiaca, y tanto vampiros como humanos trafican con ella. La convivencia entre vampiros y humanos, así como el tema de la irreversible conversión a vampiros y el peligro que estos suponen para la sociedad pueden verse como metáforas de conflictos habituales en la sociedad. Quizá la más evidente sean las relativas a la homosexualidad, a los seropositivos, o a los negros, pero el creador de la serie, Alan Ball (que creó también la inolvidable Six feet under), niega una relación tan directa.
La segunda gran virtud es, sin lugar a dudas, su secuencia inicial, una absoluta obra de arte.
La otra gran virtud de esta serie es que no se toma a sí misma demasiado en serio. Así, desde el primer momento vemos cómo los mismos protagonistas cuestionan, de manera humorística los -por lo visto- falsos tópicos sobre los vampiros. Esta actitud es de agradecer en una serie contemporánea sobre vampiros y en cuya tercera temporada, por ejemplo, figuraba una banda de hombres lobo (con aullidos y todo), mientras que para la cuarta nos anuncia una remesa de hadas.
La primera temporada me pareció excelente, quizá por la novedad, y la segunda tuvo también muy buenos momentos. Creo que en la tercera el nivel bajó bastante, y hubo momentos francamente embarazosos (Jason haciendo el paripé, con el buen papel que tuvo en las dos primeras temporadas), y confieso que no espero demasiado de la cuarta.
Hay series que envejecen mal, en especial las comedias. Hace poco vi en youtube un poco de The young ones, que en mis años mozos era LA serie que había que ver, y se me cayó el alma a los pies. ¿De verdad yo llegaba a llorar de risa viendo eso? Otras ya no nos hacen reír mucho, aunque conservan todo su encanto, como Cheers. Algo parecido sucede con Doctor en Alaska, cuya primera temporada todavía se deja ver con una sonrisa, pero las situaciones y las relaciones entre los personajes son demasiado previsibles como para ir más allá. Por otra parte, veo que las que de verdad sobreviven al paso del tiempo son, entre muchas otras, aquellas de verdadero humor inteligente (un concepto discutido y discutible en nuestro país), como Fawlty Towers, Black Adder o Seinfeld. Esta última no la vi en su día, y la insistencia de un compañero de trabajo al final me persuadió.
Aparte de sus brillantísimos diálogos, Seinfeld es una joya por la imaginación y creatividad de los guionistas. ¿Pueden las vicisitudes de cuatro amigos en Manhattan, que hacen poco más que hablar metidos en un piso, dar para nueve temporadas? Pueden, sí (y sin asomo de parecido con Friends, que en sus últimas e inacabables temporadas, era absolutamente inmunda). De momento, sólo he visto las tres primeras y, aparte de un ligero bajón en los primeros episodios de la tercera, esta serie es divertida, inteligente y, aún hoy, innovadora. Recuerdo, por ejemplo, un episodio en el que los protagonistas esperan mesa en un restaurante, u otro en el que dan vueltas por un parking, sin conseguir recordar dónde han dejado el coche. A partir de unas situaciones tan triviales y con tan poca chicha como ésas son capaces de crear pequeñas historias memorables. En algunas entrevistas, Jerry Seinfeld y Larry David coinciden en que costó convencer a los productores de que apoyaran el proyecto de una serie que trataba sobre... nada.
La genialidad de esta serie me hace pensar en el triste panorama de la comedia en nuestro país. Me pregunto si el homo hispanicus algún día desarrollará lo que se llama sentido del humor inteligente. De acuerdo, ya nadie va a la tele a contar chistes de gangosos y mariquitas, pero echando un vistazo (breve, muy breve, que yo no aguanto más de unos segundos) a lo que se podría denominar sitcoms españolas, es para echarse a llorar.
Treme nos cuenta la vida de una serie de habitantes de Nueva Orleans unos meses después de la tragedia del huracán Katrina, y nos deleita con diálogos del tipo
-Papá, no te puedes quedar aquí.
-Hijo mío, éste es mi hogar
entre padre testarudo e hijo que triunfa en Nueva York y ha olvidado sus raíces.
Hay que destacar a los personajes, esterotipados hasta la náusea, y algunas escenas que producen vergüenza ajena (la entrevista entre el periodista inglés y John Goodman es posiblemente lo peor que se ha hecho en televisión en las últimas décadas). Pero lo peor de todo es el argumento, o mejor dicho, la completa y absoluta falta de. Y mira que tenían materia prima para crear historias (odiosa comparación: mientras Seinfeld crea buenas historias a partir de nada, Treme lo convierte todo en cliché).
Hace unos meses, en un blog de por ahí hablaban de esta serie y nos decían por qué habái que verla. Me llamó la atención que entre sus razones brillara por su ausencia algo tan sencillo como el argumento. Por algo será.
Juzgando por esos dos primeros episodios, Treme se me antoja una antología del buen rollito y de lo guay que es Nueva Orleans (otra penosa y ridícula escena, la de los turistas escuchando a un música callejero). Los de HBO han pensado que les bastan esas iniciales, música guay y grandes actores para embaucarnos. Pues a mí la serie me ha parecido odiosa, como la mayoría de sus personajes.