"Servicio de catering"

Por Julianotal @mundopario

Servicio de catering
El gobernante de Milán pretendía establecer una fastuosa fiesta en homenaje a su amada Beatrice d’Este. No había sido fácil convencer al gran Ludovico de las maravillosas creaciones culinarias de Leonardo, sin embargo, la oportunidad de ganarle la mano a los Médicis decidió su suerte. Los antecedentes gastronómicos, sin embargo, habían sido desastrosos: innovando en su primer acercamiento a la cocina, experimentó con altas dosis de veneno con la intención de generar defensas inmunológicas en las personas pero dio como resultado la muerte de toda la clientela del ristorante “Los tres caracoles” de Florencia. No fue más que un tropiezo para el advenedizo Leonardo que, luego de generar un incendio en la cocina a la que dio por clausurada definitivamente el ristorante, se asoció con Sandro Botticelli para abrir “La Enseña de las Tres Ranas”. El local era un modesto lugar de paso de la plebe florentina, ávida de saciarse en suculentos platos cargados de polenta.-A la polenta se la ve tan triste –le dijo confidencialmente una noche a Sandro y decidió incorporarle distintas verduras que le dieran color y detalles a la presentación de la misma. Por otro lado, los platos cargados de polenta le parecían excesivos, sólo los salvajes podían comer en semejante proporciones, así que decidió racionar las porciones, pero agregándoles hojas de tomillo y laurel delicadamente talladas como presentación del plato. Sin embargo, los transeúntes se sintieron burlados ante semejantes platos semivacíos y con un precio sobrevaluado, lo que terminó provocando la indignación popular, de forma tal que la empresa en sociedad con Botticelli se fue al stronzo. Al poco tiempo del infortunio, recibió la misiva del señor Ludovico.   Cuando recibió el encargo de la grandiosa fiesta en honor a Beatrice, Leonardo diseñó una réplica de sesenta metros de largo del Palacio de Sforza, pero de pastel. La monumentalidad de la idea movilizó a 150 gastronómicos que siguieron a pie de puntillas las instrucciones de Leonardo, que incluía hasta asientos y demás detalles de pastel.    Nada debía dejar a la fortuna y los rumores de un supuesto atentado hacia su señor por Renato Tomassi, un banquero extravagante de dudosa moral, determinó que retomara sus estudios en cuanto a las variables dosis de venenos que pudieran contrarrestar cualquier artilugio que diese por tierra todo su trabajo. Salai, su fiel colaborador, se rebeló al enterarse que Leonardo quería experimentar con él, agregándole a sus comidas crecientes dosis de estricnina y belladona: “Pero si te lo vengo poniendo hace una semana”, le dijo indignado a su sirviente que, éste entre reiterados vómitos se retiró indignado.    Mediante un delator, Leonardo y los guardias se enteraron que, finalmente, Tomassi vendría con un mercenario pero con la finalidad de asesinar en la velada a un reconocido competidor en las finanzas oriundo de Milán, lo que llevó a Leonardo a una profunda tranquilidad.    Ordenó en un boceto, entonces, como habrían que distribuirse los invitados del banquete: en la punta central, naturalmente, Ludovico Sforza; a su diestra, su amada Beatrice; a la siniestra, Eleonora, la querida del señor; y en orden de rango de importancia se sucederían los invitados. No obstante, decidió colocar al futuro asesinado junto al mercenario, “dado que de este modo se interrumpirá menos la conversación, al mantenerse la acción circunscripta dentro de un pequeño sector”. Salai se ubicaría detrás de los mismos junto a dos guardias, para retirar inmediatamente al cadáver, limpiar cualquier tipo de manchas de sangre e invitar, como es debido, a que se retire el asesino, “pues su presencia podría perturbar la digestión de aquellos que estén sentados cerca suyo”, argumentó con certeza.    Finalmente, la ansiada noche había llegado y los invitados entraban extasiados ante el delicioso castillo de pastel que orgullosamente había ingeniado Leonardo. La última en llegar fue la agasajada, Beatrice, luciendo un hermoso vestido blanco (símbolo de la pureza) y un peinado un tanto estrafalario para muchos que, sin embargo, no opacaba la belleza nítida de la dama. Procedieron, entonces, a sentarse cada uno en su lugar asignado y vigilado detalladamente por Leonardo. Mientras se empezaban a servir, ¡cómo no!, los pasteles de entrada, ingresó Salai alarmado: todo el castillo estaba rodeado de aves y alimañas que corroían vorazmente los cimientos de masa. Leonardo entró en cólera y ordenó a los guardias que detuvieran a los bichos malignos pero la cantidad de los mismos hizo que los superaran en número. Beatrice entró en pánico, sin saber dónde refugiarse ya que todo el lugar era de pastel. Ludovico y los invitados entraron a batirse a duelo con las alimañas infernales.    Tomassi, aprovechando el alboroto, le hizo un guiño cómplice al mercenario para que inicie el ajuste de cuentas que, sin titubeos, rebanó la cabeza del infortunado competidor. La sangre derramada alimentó aún más al aluvión de alimañas, las aves carroñeras hicieron delicias de las vísceras del cadáver, una vez que el techo de pastel cedió ante el alboroto de los guerreros y la angurria de los bichos. Salai, en tanto, no podía retirar los restos del muerto porque los efectos retardatarios del veneno ingerido dieron rienda a un arrollo de vomito verdoso y espumante que terminó manchando, desafortunadamente, el grueso del vestido de Beatrice. Entretanto, Ludovico y Tomassi se disponían a cerrar negocios. Había llegado el final de la trifulca entrada la madrugada, dando como resultado a los hombres de Sforza enterrados hasta la cintura en masa de pastel, intentando quitar los cadáveres de los roedores. Beatrice lloraba desconsoladamente, implorándole a Ludovico que vengara semejante desastre.   Salai, con un rostro empalidecido de tanto vomitar, se acercó a su amo. Leonardo se encontraba sentado sobre un tronco que le permitía presenciar a distancia la tragedia culinaria. En tono confidencial, medio imposibilitado de expresarse naturalmente debido a las nauseas, Salai sentenció con pocas palabras el futuro de Da Vinci: “Leonardo, después de esto, la vas a tener que dibujar…” Leonardo lo miró a los ojos y, minutos después, lloró largo y tendido.