Así que creo que he sido aficionado al cine desde siempre, tampoco un aficionado cualificado, más bien un diletante, un disfrutón. «¿Te gusta?, ya lo creo, ¿por qué?, no lo sé, no me distraigas, luego te lo explico, o me lo invento».
Ahora que estamos encerrados en casa con tanto tiempo por delante para decidir o improvisar qué hacer veo que el cine me sigue consolando y en ocasiones hasta la fascinación. Cuesta más con las películas que se hacen ahora, son tantas y están tan a mano, acaso se haya vulgarizado el séptimo arte. Antes veías lo que te ponían, tenías que apañarte con ello y encontrarle su aquel, que era cuando decías: «pero la fotografía es buena o la banda sonora me encanta». Yo soy agradecido con eso, como con tantas cosas. Me parece maravilloso el cine como concepto, como espectáculo, luego ya si la película es buena, mejor que mejor.
Compré un proyector en el año 2001, lo sé porque andaba liado con eso cuando cayeron las torres gemelas, fijaos qué momento tan cinematográfico (y cómo conecta de alguna manera con el momento histórico que vivimos ahora). Luego llegaron los televisores de pantalla plana y la novedad arrinconó una tecnología que apuntaba a la obsolescencia. En la actualidad han bajado tanto de precio que por la décima parte de lo que me costó el primero he comprado, un mes antes de comenzar la cuarentena, un proyector tremendo con el que por fin logro asistir cada noche… al cine de las sábanas blancas.
No mentías mamá, no del todo por lo menos, pues hay fantasías que, si te estiras un poco, están al alcance de los dedos.