Volviendo a Eden Lake, lo que la convierte en una atípica propuesta es su condición de reflejo de la violencia a cargo de un grupo de niñatos más peligrosos, por su sensación de impunidad, que cualquier psicópata de andar por casa. Este pandilleo violento lo ha reflejado también recientemente Daniel Barber en la cruda Harry Brown (2009), y casi al mismo tiempo volvió a ser protagonista de una producción inglesa, por lo que mucho nos tememos que el tema resulta más real y preocupante de lo que parece. El infierno en el que se convierte el fin de semana de una pareja de tortolitos a orillas del lago del título es comparable a otras muestras de terror producido por humanos, como Deliverance (1972), de John Boorman, Tarde de perros (1975), de Sydney Lumet o la poco valorada El rey de la montaña (2007), de Gonzalo López-Gallego.
Es cierto que el desarrollo de la historia escrita y dirigida por James Watkins tiende al exceso en un segundo acto que pone a prueba la forma física de sus protagonistas, Kelly Reilly y Michael Fassbender, pero también es verdad que Eden Lake contiene un modélico primer acto que mantiene el suspense sin llegar al efectismo, dosificando la tensión hasta el enfrentamiento; y que el final es un golpe bajo que, no por esperado, nos evita una sesión de desasosiego que pocas películas de conclusiones efectistas han conseguido sembrar. Al fin y al cabo, parece querer decirnos el director, a estos cachorros terroríficos les ampara algo más que su propia crueldad.
De la primera parte interesa especialmente cómo construye con astucia la personalidad de la joven pija decepcionada con su vida urbana y la de su amiga de la infancia, que ha permanecido en una lejana isla rural en la que la familia y que sufre el maltrato de su marido y, en general, de una familia anclada en el peor de los pasados: "Una mujer solo es feliz cuando tiene una polla en la boca" (esto no lo dice el marido, ni un personaje masculino, sino la abuela de la familia).
Este microespacio (la isla, exterior e interior) que exuda violencia se convierte en el catalizador de un drama que vivimos desde la mirada, incrédula pero también hipócrita, de la amiga que regresa al lugar de su infancia. Y el director, aunque sea a base de retorcer la crueldad de los personajes, consigue transmitirnos esa impotencia hasta niveles de auténtica rabia. A partir de ahí, la película podría haber caminado por los cauces habituales del género dramático, pero se decanta por otra vertiente mucho más impactante (para algunos, innecesaria). Pero, por otro lado, este discurrir nos permite darnos cuenta de que en realidad estábamos ante una historia de terror (nada hay más terrorífico que una paliza dada en el interior del hogar), y que el tercer acto no es más que la consecuencia explícita de la violencia implícita de la primera parte.
Bedevilled y Eden Lake nos muestran un terror más cercano, sin renunciar a los elementos habituales del género. Y lo hacen con un planteamiento narrativo que consigue traspasar la pura retahíla de asesinatos sin sentido. Ahí es donde está el valor de dos de los títulos más contundentes de los últimos años.