Los políticos en campaña se parecen a las protagonistas de esas películas jolibudienses en las que un grupo de zangolotinas -más pendientes de su armario ropero que de sus competencias educativas- centran toda su autoestima en conseguir ser las más populares del instituto. Agradar al respetable, soplando promesas a su oído, es la esencia de todo trasunto electoral. Sin embargo, cabe preguntarse si este ejercicio constante de impostura no acaba por jartar al pueblo soberano, convirtiendo su juego de seducción en una ingrata molestia. El exceso de afectación actoral produce que la ciudadanía decida replegarse en una saludable ataraxia que logre purgar su intoxicación mediática.
Debe ser agotador ser un político en campaña. Excepto en soledad, quedas expuesto constantemente al escrutinio ajeno, que espera de ti estar a la altura de unas circunstancias que nadie sabría precisar en qué consisten. Tus gestos, palabras y actos deben ceñirse al guión que impone la necesidad electoral. Al igual que sucede en la profesión teatral, no debe notarse en demasía el artificio que esconde la trama; de lo contrario, el rol de profesional competente queda con facilidad transmutado en la imagen de un incauto o, peor, en la de un necio. Aunque las circunstancias debieran imponer un prudente escepticismo, el político debe sonreír al presente con optimismo, obviando los detalles que afean el plano. En política, como en publicidad, los defectos deben ser eliminados y los puntos fuertes del producto amplificados. En campaña es inevitable hacer uso frecuente del set de maquillaje.
La ciudadanía espera del político honradez, profesionalidad y efectividad; hacer bien su trabajo y hacerlo sin meter la mano donde no debe. En esta regla obvia se concentran las demandas del pueblo hacia sus representantes electos. Entendemos que la lógica política impone el ejercicio de una cierta puesta en escena, obligando a parecer verosímil, creíble en lo que afirma y promete; sin embargo, detestamos los excesos de impostura, la pose afectada, el requiebro dulzón, la dialéctica sangrante, la incoherencia, la repetición inmisericorde de discursos, el ataque por la espalda... y mucho más la mentira, las medias verdades, que traten al ciudadano como a un imbécil o un ingenuo. La ciudadanía exige que la obra teatral sea de calidad, que la interpretación convenza, que seduzca la historia y el guión nos lleve de la mano, sin notar el artificio que subyace al oficio.
Cada espectador posee sus querencias; unos se inclinan más hacia el drama, otros son amigos de la comedia, o de la fastuosidad de los efectos especiales y el empuje que da a la trama la coreografía impecable de una buena acción; y los hay que aprecian con delectación la tragicomedia, la combinación equilibrada de géneros. Algunos se fijan principalmente en el actor protagonista; otros gozan con la espectacularidad de los decorados. Incluso existen espectadores que vigilan con atención la dicción y los argumentos de los actores, la coherencia argumentativa de la trama. Para gustos, los colores. Sin variedad no hay democracia; a no ser que nos decantemos por la sobriedad del monólogo, que haberlos, haylos. Sin embargo, todos, sea cual sea su inclinación estética, detestan la impostura, el maquillaje grueso y la violencia corporativa. Juego limpio y verosimilitud son las virtudes esenciales que debe cumplir toda representación. El actor podrá equivocarse una, dos veces; fingir diálogos, exagerar su pose, hacer uso de los trucos que toda profesión utiliza para ganar el afecto del público, sin parecer un indeseable o un amateur. Pero si abusa del artificio, tarde o temprano caerá presa de su propia superchería.
Ramón Besonías Román