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Seudomedios y desinformación
Por Juan Manuel de Prada
El doctor Sánchez, que es un hombre profundamente enamorado de la catedrática Begoñísima, ha anunciado un «plan de acción democrática» para acabar con «la impunidad de algunos seudomedios», porque «no es aceptable que, con recursos públicos, se esté financiando la desinformación y los bulos». ¿Se referirá el doctor Sánchez a los seudomedios que, por ejemplo, se dedican a difamar rocambolescamente al juez que investiga a Begoñísima? Por supuesto que no, sino tan sólo a los que obtienen financiación de gobiernos autonómicos de derechas. Ya nos advertía Lope que el amor –desmayarse, atreverse, estar furioso– es una obnubilación.
También lo es, por cierto, la democracia (y nadie podrá dudar que el doctor Sánchez está tan profundamente enamorado de la democracia como de Begoñísima). El fundamento mismo de la democracia es la negación de la verdad, como sin remilgos reconoció Hans Kelsen, cuando propuso como modelo de demócrata fetén a Poncio Pilatos, que pregunta escéptico a Jesús en el pretorio: «¿Qué es la verdad?». El objeto de la democracia no es establecer la verdad, sino «lo que una mayoría de individuos cree, con razón o sin ella». El auténtico demócrata, pues, debe renunciar a la verdad de las cosas, debe ser un modélico ‘desinformado’ que se guíe por criterios puramente relativistas, o utilitarios, o convenientes para su fanatismo sectario; y aspirar a que esos criterios coincidan con los de una mayoría de ‘desinformados’ que, sumando sus votos, puedan encumbrar al partido de sus entretelas.
Y el doctor Sánchez, que es un hombre profundamente enamorado y demócrata, desea que los españoles podamos disfrutar de los bulos y desinformaciones que le benefician y enaltecen a su amada catedrática; para lo cual necesita acallar a cualquier «seudomedio» empeñado en aguarle la fiesta. Debemos reconocer que este empeño del doctor Sánchez nos resulta tan enternecedor y chistoso como el de aquella madama de burdel que, para evitar la propagación de la sífilis, propuso vigilar a las ancianas del asilo y a las monjitas de clausura. Pero la desfachatez de este profundo demócrata y enamorado ferviente no debe conducirnos a negar que los medios de comunicación se han degradado peligrosamente, con la necesidad de ‘monetizar’ de los modos más desesperados sus ediciones digitales. Las redacciones se precarizan, se impone el ‘clickbait’ a cualquier precio, se anhela convertir la noticia –cuanto más chirriante o grotesca mejor– en un fenómeno viral; y, paralelamente, se halagan los gustos más bajunos de fanáticos que buscan en ‘su’ diario lo mismo que en ‘su’ equipo de fútbol: una charca de ranas donde puedan chapotear en su salsa ideológica, mientras les batanean las meninges con una ensalada aturdidora y machacona de burdas consignas. Y a este panorama aciago debemos sumar la irrupción de la malhadada ‘inteligencia artificial’, que hará más difícil todavía la subsistencia de los medios que todavía ofrecen una información mínimamente exigente e impondrá ‘urbi et orbi’ los bulos que interesan a los jenízaros sistémicos.
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De este modo, la ‘desinformación’ –es decir, la negación u ocultamiento premeditado de la verdad de las cosas, o su suplantación por un enjambre de tergiversaciones e intoxicaciones– se convierte en el líquido amniótico en que vivimos, nos movemos y existimos. Y entonces llega el doctor Sánchez, desde los hondones de su amor conyugal y democrático, dispuesto a depurar ese líquido amniótico de los tropezones que se le atragantan, o que dificultan a Begoñísima hacer lo que le sale del toto. Frente a estos designios de nuestro demócrata enamorado, la prensa digna de tal nombre sólo podrá defenderse comprometiéndose con los lectores dignos de tal nombre, no con los fanáticos que se abastecen de consignas sectarias y después las regurgitan. Y comprometerse con los lectores dignos de tal nombre significa que la prensa no puede aceptar que los gobernantes impongan prohibiciones o restricciones al acceso a la información, como ocurre actualmente en la Unión del Pudridero Europeo; significa que no puede divulgar las intoxicaciones gruesas e irracionales que interesan a los que mandan; significa que no puede dedicarse a demonizar a aquella parte de la población que se niega a comulgar con desquiciadas versiones oficiales.
La prensa no puede convertirse en propagador estólido de todas las paparruchas sistémicas concebidas como instrumento de dominación de los pueblos y después pedir árnica cuando un demócrata profundamente enamorado decide cerrarle el grifo. Porque, si actúa así, alguien podría dedicarle una paráfrasis de aquel célebre poema de Martin Niëmoller: «Primero vinieron por los ‘negacionistas’ del cambio climático y no hicisteis nada por impedirlo, sino que colaborasteis en su estigmatización. Después vinieron por los ‘antivacunas’ y no hicisteis nada por impedirlo, sino que colaborasteis en su estigmatización. Después vinieron por los disidentes de las versiones unilaterales y falsas sobre lejanos conflictos bélicos, motejándolos de ‘antisemitas’ o ‘hijos de Putin’, y no hicisteis nada por impedirlo, sino que contribuisteis en su estigmatización. Ahora vienen por vosotros y no tenéis lectores verdaderos que os defiendan, sólo zoquetes sistémicos que no dan un duro por vosotros».
Defendamos la prensa de las asechanzas de demócratas tan profundamente enamorados como el doctor Sánchez; pero exijamos antes que la prensa no se dedique sistemáticamente a anatemizar la disidencia.