No es que yo tenga nada en contra de las películas XX. Cierto es que me aburren soberanamente y que me da cierto repelús ver esos miembros descomunales introduciéndose en los vericuetos más inverosímiles. Sobretodo creo que este género cinematográfico ha elevado las expectativas del género masculino muy por encima de sus posibilidades. Me dirán que no, que ustedes son máquinas desinhibidas de generar placer. No seré yo quien lo ponga en duda. En esto es mejor hablar de la propia experiencia sin generalizar, así que me ceñiré a lo vivido en propias carnes que es muy de andar por casa.
Tengo la gran suerte de compartir cama con un amante generoso, dedicado y agradecido. Con el pequeño hándicap de que debió de visionar su correspondiente ración de porno juvenil amén de tener algún par de novias contorsionistas antes de conocerme. Allá por nuestros inicios, poseídos por la flema británica, por no quitarle la ilusión me dejé colgar de las lámparas, besuquear en volandas contra las paredes y utilizar en el escritorio como lanzadera cósmica. Siempre con la sensación de nos sobraba algo de teatralidad y mucha esquina hincada en las costillas.
Hasta el día en que intentó anudarme los pies en la nuca y mi cadera y mi buena disposición hicieron crack. Si a esto le sumamos que un par de días después, medio coja todavía, encontramos la postura perfecta, cómoda, fácil y altamente placentera, se pueden imaginar las ganas que me quedaron de seguir haciendo el pino puente. Y no es el misionario. Quisiera saber quién diantres popularizó esa tortura china en la que o bien él se deja los tríceps en una flexión eterna o no hay valiente que respire con noventa kilos encima.
A partir de aquel día memorable en el que nuestros cuerpos se sincronizaron en un abrazo perfecto, lo nuestro ha sido un tira y afloja de diez años durante los cuales yo me he ido volviendo más comodona y la grandeza de nuestros revolcones de juventud ha ido tomando dimensiones desproporcionadas en la mente calenturienta del padre de mis criaturas.
Como pese a todo le quiero -mucho- de vez en cuando pongo a prueba la flexibilidad de mis maltrechos músculos en posturas algo más creativas. Indefectiblemente siempre me pillo al poco rato haciéndole una llave karateka con las rodillas hasta que, casualidades de la vida, volvemos a retozar plácidamente en esa postura que el ser humano debió institucionalizar como la única y, por ende, la mejor.
Ahora que luzco un lustroso bombo de seis meses se pueden imaginar que mi reticencia a las heroicidades ginmásticas está en cotas máximas. A menudo se repite una escena de alcoba en la que él me sugiere tal o cual acrobacia y yo muy cándida le digo “Hoy no cariño que estoy muy cansada. Mejor mañana. Prometido.” Inmediatamente nos entra mucha risa porque sabemos a ciencia cierta que ni hoy, ni mañana, ni pasado… Los dos sabemos que mientras pueda aferrarme a este tripón descomunal mis muslitos de acero no le van a dejar escaparse de esa postura maravillosa y perfectamente compatible con un avanzado estado de gestación.
A veces me asaltan los remordimientos y me entran ganas de comprarme unas esposas para colgarme de las vigas por los tobillos. Luego vuelvo en mí y me digo: Quita quita que estamos así tan agustito…
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