Shhhhh….

Por Pingüicas

Pura hipocresía

Hay algo que mis hijos no saben de mí y quisiera que nunca se enterarán. Sin embargo, sé que es inevitable que tarde o temprano descubran la verdad y cuando esto suceda, tendré que enfrentar las consecuencias…

Se los confieso a ustedes con la condición de que no compartan el secreto con ellos: soy vegetariana y lo he sido por 18 años.

La pregunta del millón: ¿por qué?

Me gustaría decir que es una lucha por un ideal a favor de los derechos de los animales o que realmente soy una health freak, convencida de que la carne es mala para la salud, pero no es así. Hace 18 años, cuando el ballet era toda mi vida, platiqué con una nutrióloga que me dijo que las toxinas de la carne te quitaban flexibilidad. Como en ese entonces para mí era tan importante tener la flexibilidad de un contorsionista circense (o la verdad, no sé qué estaba pensando), pues le hice caso y dejé de comer carne, pollo y pescado.

Años después, por cuestiones médicas, comencé a comer pescado otra vez. No es mi favorito, no lo como muy seguido, pero finalmente, sí me lo acabo comiendo. Carne y pollo, jamás. No quiero, no se me antoja y la única vez que intenté probar un pedacito de pavo, me puse una intoxicación que me quitaron todas las ganas de intentar ser carnívora otra vez. Así soy y así me voy a quedar.

No había habido ningún problema con esto… hasta ahora.

¿Cómo le explicas a tu hijo que se tiene que acabar su pollo, si tú no le has dado ni una sola mordida? ¿Con qué cara le dices “¡mira qué rico!” al pedazo de bistec, cuando en realidad quieres abrir todas las ventanas para que se salga el olor a carne?

Si hay algo que no quiero heredar a mis hijos, es mi vegetarianismo. Además de que la carne se me hace importante para una alimentación balanceada, en realidad, ¡el ser vegetariano es una verdadera lata! Imagínate la pena cuando te invitan a cenar y le tienes que decir al anfitrión que muchas gracias por preparar ese delicioso filete, pero… no, gracias. Me han de alucinar. Lo mismo sucede en las bodas, donde a Beto le encanta hacer la broma de: “Por favor pásenle el salero a mi mujer para que se pueda comer el centro de mesa”. Me puedo seguir con mil ejemplos.

Cada vez que me quejo de lo tiquismiquis que son mis hijos para comer, una de mis mejores amigas (que por cierto come todo, menos betabel) siempre me hace entrar en razón: “¿Qué esperabas? ¡Ve a su mamá!” (gracias, Majo, por hacerme ver que la vida me está dando una cucharada de mi propia medicina).

No, mis hijos serán tan carnívoros como su padre. Pero, ¿cómo le voy a hacer para lograrlo? Es bien sabido que con la comida ―como con todo lo demás en la vida―los niños aprenden con el ejemplo. Le temo al día en que me digan “¿y por qué yo sí y tú no?”.  Por ahora, caen redonditos con mi respuesta de: “Yo ya me lo acabé, ¿no viste?”.

Pero ya estamos llegando al momento en el que “es que a mí me encanta la ensalada” no les va a bastar. Lo único que me consuela es que cuando llegue ese momento, al menos tendré buen material para escribir un nuevo post para el blog…

Díganme, por favor, que no soy la única que le hace a su hijo comer lo que tú no te comerías. ¡Comentarios, por favor!