Si el mundo fuera en última instancia azul, nuestras consideraciones sobre el rojo carecerían de valor. Si fuera en última instancia azaroso o sin comienzo, nuestras apreciaciones sobre las causas o los fines resultarían vanas y nuestra investigación inútil.
Todo ateo es un escéptico en lo referente al conocimiento objetivo. Si no es un nihilista perfecto, es un hipócrita. Así, o es hipócrita respecto a su ateísmo, y cree en una causa o fin últimos, o es hipócrita respecto a su afán de saber, y finge buscar lo que supone que no existe.
También hay un teísmo nihilista que estima que no podemos aspirar a conocer nada, ya que intuye que la ciencia se oculta en el seno de Dios mientras que los hombres sólo percibimos de ella algún fatuo destello. Pero es un nihilismo epistemológico, ya que ese teísta cree al menos en una verdad ontológica que el ateo, en cambio, debe necesariamente rechazar.
Pues, si el ateísmo postulara una causa primera o un fin último, éstos deberían ser de suyo inteligibles, es decir, no inteligibles por otras cosas; y si fueran de esta condición, serían a priori; siendo a priori, serían o conceptos relativos a nuestra forma de conocer, o conceptos absolutos y universales. Ahora bien, un concepto absoluto o axioma no puede obrar como causa, salvo que, además, sea un numen, a saber, una entidad viva, eterna e infinitamente superior a todo lo que depende de las causas segundas. Sería muy difícil al ateo que así razonase desestimar congruentemente la noción de Dios.