Hace tiempo que vengo manifestando mi preocupación por las perjudiciales consecuencias que tiene la frenética y constante vibración de las sociedades actuales sobre los sistemas políticos, así como sobre sus actores y resultados políticos, tanto en términos discursivos como de políticas públicas (ver La política meditada en un mundo hiperconectado). También hace unos meses advertí, en “La política pop”, la caja tonta y el riesgo para política democrática, de algunos de los riesgos que –a mi parecer– comporta la espectacularización interesada de la política, sus episodios de trilerismo político y el intento de camuflaje de la enorme distancia que separa a algunos de nuestros mandatarios políticos y la realidad en que vivimos la gran mayoría, «el 99%».
Me dirigía en ese caso principalmente a sectores conservadores de nuestro espectro partidista y denuncié, asimismo, la teatralización que rodeaba ese supuesto acercamiento a nosotros, el pueblo. Dije, además, que no criticaba qué se hacía, es decir, el hecho de que se acercaran a los lugares comunes de la gente como son los programas de televisión de entretenimiento; y que tampoco criticaba cómo lo hacían puesto que, al fin y al cabo, es una forma efectiva de llegar a todos y a todas los que lógicamente no siguen a diario toda la información (no es posible obligar a la población a ver los debates de TVE, intentar concatenar telediarios para ver diversas líneas editoriales, leer varios periódicos o buscar fuentes de información alternativa). Lo que critiqué fue el porqué, es decir, las motivaciones que esconden detrás de ese repentino y oportunista descenso a la realidad. Y lo hice porque entendía –y entiendo– que en muchas ocasiones son unas razones de raíz puramente marketiniana, de probeta de laboratorio de comunicación, y no por convicción. Y esto es –sin duda y como se comprenderá– tremendamente tóxico para nuestra política y sus estándares morales.
En otras ocasiones he criticado principalmente a los sectores conservadores por la teatralización de esa suerte de pacto de acercamiento a la realidad. Hoy pretendo criticar a los nuevos, a los que se podrían considerar el máximo exponente de la Nueva Política en el escenario de política de partidos en España. Hablo de Podemos y de sus diversas coaliciones territoriales. Y lo hago en el escenario de constitución de un renovado Congreso de los Diputados (el Senado será más de lo mismo), al menos, en cuanto a nombres y partidos representados. Y ya veremos si se puede considerar renovado también en cuanto a prácticas y fundamentos éticos de sus actuaciones. ¡Esperemos que sí!
Es evidente que cualquier descalificación contra las élites de estos partidos que pretenda acusarles de desconocimiento político es –casi con toda probabilidad– falsa.
Es evidente que cualquier descalificación contra las élites de estos partidos que pretenda acusarles de desconocimiento político es –casi con toda probabilidad– falsa. Como es bien sabido, sus cuadros provienen principalmente de universidades y, dentro de éstos, muchos proceden de los ámbitos de la ciencia política, la economía o la sociología. Y los que no tienen este perfil, en un importante porcentaje conocen muy bien el mundo asociativo y de los movimiento sociales. Saben; y saben mucho. ¡Demasiado!, se podría llegar a decir… Y ahí radica el problema: saben demasiado, y «demasiado» implica que también conocen demasiado bien el arte del uso de la estrategia en política, del márquetin, los tempos y hasta –quién sabe– si de la manipulación en masa. Que no se me malinterprete; no los veo como estafadores (¡ni mucho menos!), los veo como demasiado capaces de dirigir su estrategia para conseguir rédito electoral, y rozando prácticas maquiavélicas (en el sentido más politólógico del término).
Movilizar a la gente que se caracterizaba por su actitud crítica o –peor– desafecta hacia la política es un mérito histórico innegable. Reducir el porcentaje de concejales, diputados provinciales, autonómicos y estatales que visten de traje y corbata es también un logro simbólico nada desdeñable.
Uno de los elementos que varios consideramos fundamentales del Movimiento Podemos (y lo llamo movimiento por su crucial papel de desplazamiento de los cimientos del sistema político español) ha sido la generación de ilusión en la ciudadanía española. Movilizar a la gente que se caracterizaba por su actitud crítica o –peor– desafecta hacia la política es un mérito histórico innegable. Reducir el porcentaje de concejales, diputados provinciales, autonómicos y estatales que visten de traje y corbata es también un logro simbólico nada desdeñable. Al fin y al cabo, no todos/as vestimos así, ¿no? O no siempre, al menos. Y alguna repercusión debía tener esto en nuestras instituciones políticas si de alguna manera éstas pretenden aspirar a representarnos (aunque sea sólo en el sentido descriptivo teorizado por Hanna Pitkin). En algún momento también teníamos que ver, escuchar y aplaudir a portavoces, diputados y diputadas discapacitadas, negras o rastafaris. ¿O acaso estas tres condiciones limitan a uno el ejercicio de una inteligencia política suficiente para el ejercicio de cargos públicos? Muchos son los logros, pero todo esto tiene –entre otros– un riesgo, a saber: que el recurso a la teatralización pervierta su raíz transformadora.
Podemos y sus mareas corren el riesgo de señalar otro hito en sus cronologías históricas, y éste es acabar provocando un ambiente de desilusión tan importante como el de ilusión actual.
Hace unos días le explicaba a un amigo mi visión respecto a Podemos. Le comentaba todos estos hitos ya históricos, pero le destacaba una preocupación no menor: el excesivo recurso a la estrategia política y a la teatralización aparentemente inevitable representada en el plató parlamentario. Podemos y sus mareas corren el riesgo de señalar otro hito en sus cronologías históricas, y éste es acabar provocando un ambiente de desilusión tan importante como el de ilusión actual y como el provocado por el golpe de real politik de los primeros años de democracia (entonces llamado «desencanto»). Y puede suceder porque nos encontramos –a mi modo de ver– en una segunda transición y porque todo esto nos ha hecho desplazarnos desde la indignación hacia la potente generación de ilusión, lo cual ante malas praxis políticas puede suponer un fuerte descenso en los niveles de optimismo político. Como el efecto rebote en las dietas milagro, vamos.
…admiro el momento de crack actual y a sus protagonistas y, por eso, les llamo a que sean responsables y no permitan que lo que fue un medio para ganar las instituciones se convierta –también– en una forma de gobernar.
Desde este humilde espacio quiero hacer un llamamiento a la responsabilidad. No a la «responsabilidad» a la que apelan los conservadores de la bancada Popular frente al idealismo rupturista de sus esquemas. No, no hago referencia a ésa; a mí me gusta la ruptura y tengo una buena concepción de ésta si es bien aplicada. De hecho, admiro el momento de crack actual y a sus protagonistas y, por eso, les llamo a que sean responsables y no permitan que lo que fue un medio para ganar las instituciones se convierta –también– en una forma de gobernar. Y mucho menos en una época en la que el consenso es uno de los elementos más demandados por la ciudadanía y por el interés del país, sus progresos y estabilidad. Algo más importante (para el país) incluso que su deseo de conseguir lo que sería muy probable en unas nuevas elecciones: el sorpasso al PSOE.
…ha llegado el momento de aclararse la garganta y ser realistas en sus propuestas, sentarse y trabajarlas, alzarse y exponerlas, falcarse y defenderlas.
El show mediático les ha llevado –muy legítimamente– a conseguir un número de diputados y diputadas que no podríamos haber sospechado hace tan sólo un año. Aparecer en los medios de comunicación, dar juego, ser espectaculares en su política, y ser performativos y hasta juglarescos les ha proporcionado mucho apoyo social y electoral (también rechazo). Pero entiendo que ya basta. Entiendo que ha llegado el momento de aclararse la garganta y ser realistas en sus propuestas, sentarse y trabajarlas, alzarse y exponerlas, falcarse y defenderlas. Ya no vale sólo el márquetin, ni vale bordear el puro reduccionismo al enmascaramiento de la realidad para vender utopía, puesto que en el Parlamento es donde verdaderamente las palabras tienen efectos de carácter legislativo (directamente) o ejecutivo (indirectamente). Ahí ya no son sólo palabras o, mejor dicho, son algo más.
En conclusión, se podría decir que golpear la copa con el cubierto para dar comienzo a un brindis está bien, pero que, cuando el gentío cesa en su murmullo, uno no puede mantener indefinidamente su acción puesto que ya no necesita llamar la atención; en ese momento, «lo que toca» es aclararse la voz y entonar los ideales, y ya no sólo alzar el puño en señal de lucha. Y si esto no es así, si no se matizan los medios, si la Nueva política es sólo esto, por favor, paren aquí; me quiero bajar.
Previamente publicado en Publicoscopia.