Hoy va a ser día grande en el CICA. La filmoteca gijonesa recibe a Edgar Neville en la lujosa, y con razón, edición de versus en DVD. Un minuciosa restauración del material, trabajosa hasta el desfondamiento, a la cual acompañan materiales de todo tipo, documentales y no una guía, ni unos apuntes sino un señor libro que ronda las doscientas páginas y en el cual miran la película desde todos sus talentos como Santiago Aguilar, que además aporta, junto a Carlos Martínez el documental Edgar Neville: Emparedado entre comillas, Juan Carlos Alquezar (sí, sí, El Burgomaestre), Asier Aranzubía, Pedro Porcel (El abuelito), Roberto Cueto o Jesús Palácios, que junto a Gonzalo del Pozo, director de marketing de la admirable editorial estará en la planta cuarta del Casino de Asturias para charlar con la concurrencia sobre nevilles, jorobados, torres y lo que se tercie.
A partir de las 19: 30 horas en Gijón, C/ Fernández Vallín, esq. Padilla. Edificio Hernán Cortés (4ª planta Casino de Asturias). Todo al módico precio de dos euros
Que La torre de los siete jorobados es un milagro ya nadie lo discute. Que es una delicia tampoco. Pero su carácter insolito quizás sea insólito solo en parte. Es decir la perla nevilliana es escasa pero no única, es la punta de un icebergcito que oculta otro cine español, probablemente un cine de verdad español, por tradición por imaginario y por tono. Un cine que atraviesa España durante esas décadas en las cuales, se suponía, había un erial hasta llegar, ¡ay¡ al Nuevo Cine Español. Un cine protegido, auspiciado desde el sistema desde La Escuela Oficial de Cinematografía, para ejercer de anticuerpo sanador del propio sistema, de elemento de balance, precisamente en contraposición un cine subterráneo, fuera del sistema y verdaderamente dañino a cuenta de su verismo costumbrista, de su capacidad para reflejar dentro de la pantalla la exacta mentalidad y realidad material del individuo sentado frente a ella. Y todo desde la comedia, supuesta comedia. Saura y compañía denunciaban el régimen desde el cripticismo y esto al régimen no le preocupaba, al contrario,; le servía. Aquellas películas, que desde luego debían, como todas, regatear con la censura, conocía estrenos en festivales y difusión extranjera, vendía una modernidad afrancesada en la cual sistema veía una espita de salida con la cual sesudos analista de acá y acullá podían entretenerse desentrañando desafiantes y revulsivos significados ocultos, tan desafiantes y revulsivos como ocultos. Al sistema esto no le preocupaba pues el común de los espectadores no iba a entender ni papa, eso los que fueran a verlas pues nacían minoritarias y elitistas. En cambio una radiografía popular y bullanguera como El Pisito (película de amor e inquilinato del dúo feroz Ferreri-Azcona) la entendía cualquier pepe. Esa era España y los españoles. La tesis frente a la síntesis, lo demostrativo frente a lo mostrativo. No era ya que Berlanga viera como su carrera se terminaba por ganar en Venecia antes de pasar por el peine censor, no; eso era la anécdota, brutal pero anécdota. El asunto real es que alguien como Berlanga nunca había tenido un éxito porque las películas como las suyas se estrenaba de aquella manera, porque la Dirección General de Cine te ponía un numerito, una calificación de interés y a la cola. Así, de forma más sibilina que con la previa censura, se impedía que difusión de estas película, tratadas de mano como comedietas malas, sin gracia ni potencial. En resumen, que pasaban de largo ante la indiferencia de su público potencial. La ternura de Esa pareja feliz de Berlanga y Bardem, o el verdadero neorrealismo español de Mi tío Jacinto de Vajda para un Antonio Vico estremecedor y de la masacrada El Inquilino de Nieves Conde o la desgarbada estilización de lo real, que terminaban por hacer comedías lo que no eran sino dos historias tristísimas, de La vida por delante y La vida alrededor, ambas ya dirigidas por Fernán Gómez. Así les pasaban a los españoles sus propias vidas, por delante y alrededor, pero no les daban la oportunidad e pararse a reconocerse, no se fuera a ser que, de verdad, se reconocieran. Él mismo llegó al extremo de encadenar El mundo sigue, una adaptación del realista Zunzunegui de insoportable crudeza, con la grotesca tragedia (arnichesca por tanto, un punto italiana también) El extraño viaje. En aquel contexto esas dos películas equivalían a tirarse por una ventana. Y bien que lo sabía.
Y si la oficialidad gubernamental laminó unas en tiempo (y malas formas) la historiografía oficial , nuevocinista y muy combativa como no podía ser menos se encargó de sepultar a los nombres sospechosos, de conniventes, de Benito Perojo, incluso de su época republicana y no solo de sus rodajes alemanes y demás con títulos de tanto interés como La verbena de la Paloma (1935), Nuestra Natacha (1936), El barbero de Sevilla (1938) o Los hijos de la noche (1940), el Rafael Gil de los primeros 40; el de comedias libertarias e individualistas como El hombre que se quiso matar (1942), la invisible Viaje sin destino (1942) otras ternuristas como Huella de luz (1943), ambas para el genial caricato triste Antonio Casal o la magnífica adaptación de Jardiel Eloisa está debajo de un almendro (1943). También el marcado (por Raza) Jose Luis Saenz de Heredia, con un ejemplo de lo que pudo ser y no fue la alta comedia española, la de La vida en un hilo o la de la mihuresca Mi adorado Juan (Jerónimo Mihura a al dirección y Miguel al guión ya en 1950) en El destino se disculpa (1945), el magistral Ladislao Vajda, uno de los pocos que han vencido, más o menos, al olvido, o ese Luis Marquina que adaptase a Arniche en el 35 con Don Quintín el amargao. Hay más claro. En definitiva un muestrario de un cine del presente, dulcificado hasta decir basta y escapista como el que más, pero también desafecto al cantar de gesta, al engorde de las glorias nacionales y a los discursos de exaltación patria en cartón-piedra CIFESA. Un cine optimista, codornicesco y bienhumorado que hasta contaba con su propio star system: de Antonio Casal e Isabel de Pomés a Rafael Durán y Amparito Rivelles, pasando por Conchita Montes, Fernando Fernán-Gómez y una legión, impagable, de secundarios y carácterísticos.
Y ahí en medio está Neville. El de La torre de los siete jorobados y La vida en un hilo (surrealismo y vanguardia desde el humor ligero pero menos) y Domingo de Cranaval (que suma los referentes pictóricos, indispensables, de Goya y Solana) y El crimen de la calle de Bordadores (que aporta folletín, melodrama y crimen), también el de esa fábula antimoderna sobre la libertad que es la magistral El último caballo ya en 1950. Todo ello se enlazan, precisamente por su singularidad que es paradójica tradición verdadera, con El extraño viaje de Fernando Fernán-Gómez describiendo una historia oculta del cine (y la cultura) español, una torre boca debajo de pasadizos y oscuras películas, menos oscuras por voluntad de algunos empecinados. Es un hilo valleinclanesco, galdosiano y barojiano, con paradas en Carlos Arniches (Neville hará versión en 1936 y Bardem la convertirá en Calle Mayor en el 56, veinte años exactos) Ramón Gómez de la Serna, Julio Camba o Wenceslao Fernández Flórez (multiadaptado entre los 30 y los 40 y elegido, no en vano, tanto por Neville como por Fernán-Gómez que versionaron El malvado Carabel, uno en el 35 y otro en el 56, veinte años casi, de nuevo) y en el círculo codornicista de la otra generación del 27, la de López Rubio, inventor del término, la de Jardiel, la de Mihura, la de Tono y la de Neville, claro, Pero También la del capital guionista José Santugini y la de Enrique Herreros, personalidad y personaje, humorista tierno-furibundo, representante de starlettes (Sartísima o Nati Mistral, nada menos), escalador de los Picos de Europa, genial cartelista de cine y eximio director que entrega dos de eses obras del otro cine español: en 1946 María Fernanda la Jerezana, que añade el musical melodramático-folklórico a la “aleación de casticismo y expresionismo” (palabras de Santiago Aguilar) a lo ya presente en la transustanciación (esotérica) de Carrere en celuloide y en 1947 la comedia experimental, al gusto codornicesco de filiación italo-vanguardista, La muralla feliz. Otra salto en el tiempo y podremos ver como el (auto)malgastado Jesús Franco recoge el testigo, desde similar óptica que funde lo popular y lo delirante, lo insólito y lo castizo en una serie de película abiertas a la comedia pop antes del por, Tenemos 18 años (1958), el cuplé ophulsinizado en La reina del Tabarín (1960) o el folletín con un ojo en Franju, otro en Feuillaide y el espiritual en La torre de los siete jorobados (que a su vez ya incluía estos referentes en su forma literaria) en Gritos en la noche, desarrollada en un París sorprendentemente idéntico al Madrid tardodecimonónico adorado por Neville, territorio este que fue para el duque de Berlanga (otra sincronicidad al canto) una arcadia idealizada, un territorio de la imaginación, de la memoria reescrita, un Madrid eterno. Aquel Neville y aquel Franco compartían lindes e imaginario, igual que ambos lo compartían con Carrere, o más bien este y con Jesús de Aragón, aka Capitan Sirius o “el Julio Verne Español”. Autor, más que a pachas, de la novela La Torre de los siete jorobados, cuya creación es, al tiempo, un misterio y una picaresca contada mejor que por cualquiera, que para algo la descubrió, por Jesús Palacios en el prólogo de la fabulosa edición de Valdemar. La versión corta es que Carrere le coloca a su editor una novel ya publicada antes convenientemente engordada con un fajo de papelajos por en medio. Cuando el editor descubre el tipo de la estampita no tiene más remedio que buscar un negro que una las partes. Todo lo cual permita lanzar el hilo imaginario de la (intra)cultura española hacía otra dos vías: la del pasado en El lazarillo de Tormes, compendio cifrado por Rafael Azcona, la del futuro, como año cero del “ser español” .
Ahí se encuentran, sin que moleste la fractura espaciotemporal, Herreros y Fernán-Gómez en sus esperpentos de paletos, unos dibujados por Herreros en La Codorniz, otros contorneados por Fernán-Gómez en El extraño viaje (una película que no por nada es pieza fundamental) o en la zarzuela burra ¡Bruja, más que Bruja! (1977). También el genial actor, guionista, novelista y director se mirara en el universo retro- nevilliano en la deliciosa Solo para hombres (1960), donde Mihura metió mano al guión y también él mismo conectará con El lazarillo de Tormes en la televisiva El pícaro (aunque esto ya en los 70) y con Azcona a nivel literario con su antológica El vendedor de naranjas (1961); un Kafka asainetado, una comedia cruel pero tierna, reflejo al instante de una época, un cine y unas mentalidades. Escrito con la sencillez del que conoce y estilo del que sabe, España, otra vez, por la puerta de atrás. Un librito breve, conciso y testimonial que, con mayor ternura y voluntad de estilo, se equipara con los logros, soberbios del Azcona pre-guionista, es decir del Azcona , un ex-La Codorniz para los cuales creo, en otras cosa, al repelente niño Vicente, novelista, uno de los mejores realistas españoles pese a que sus libros, en vida, fueron escritos a matacaballo y publicados en algunas de las muchas editoriales especializadas en temas de humor. Azcona literato no se separa demasiado del primer guionista, el que se adapta a sui mismo y el que se marcha a Italia de la mano de Ferreri y es la singular, casi, demostración, de que pudo (o puede)haber, también, otro realismo sin berza: en escalada hacia lo implacable y progresivo desprendimiento de codornicismos: Los muertos no se tocan nene, El Pisito, Los ilusos, Pobre. Paralítico. Muerto y Los europeos, todas ellas facturadas entre 1956 y 1960.
Pero si elegimos otro camino, igualmente español y en constante interferencia ambos, si retrocedemos unas frases, unos años, hasta reenganchar las vanguardias con La vida en un hilo, con María Fernanda la Jerezana, y, claro, con La torre de los siete jorobados en su vertiente esotérica, ocultista, en contaremos sin rebuscar demasiado y sin tener que apartarnos tampoco en exceso de ese doppelgänger que es el alma grotesca, la otra, la surrealista (contenidas ambas en Buñuel, encima). Encontraremos una entrada (o una salida no se sabe) de esa torre invertida que penetra el cine (y la cultura) española para toparnos con piedras y pasillos tan raros como los de Carlos Serrano de Osma y su Embrujo folklórico-surreal-taumatúrgico de 1957, con el Luis Saslavsky de la no menos esotérica y no menos surrealista, en versión amor fou transtemporal mezclado con hipermelodramón mexicano de La corona negra, protagonizada en el 51 por maría Félix. Un poco más escondida la Vida en sombras (1948) de Lorenzo Llobet-Gràcia para quien el cine es fiebre que cura la realidad más desesperada de la Guerra Civil. Por si fuera poco el héroe de la historia no es otro que Fernando Fernán-Gómez . Y casi cerrando un círculo el surrealismo se humoriza, se “tonifica” en Una habitación para tres, donde Tono, en Hellzappopin vernáculo va más allá en el absurdo que nadie.
La torre de los siete jorobados es un compendio y una entrada, que se multiplica y expande en múltiples direcciones (el sainete, el historicismo, el folletín, la comedia, el fantástico que casi funda y hasta el thriller que asoma aquí y allá), desde la cual conocer territorios nuevos o a medio explorar (lo que hay detrás y a lados de la tripleta Bardem-Berlanga -Ferreri. Seminal y olvidado, oculto y popular, renovado y nuevo. Español, sobre todo español, imbricado hasta el tuétano de las tradiciones culturales, pictóricas, literarias y, especialmente, del carácter, del humor, de las éticas y las estéticas de la españolidad y nunca de la españolada. Si hay un cine de verdad español, intrínsecamente nacional, es el que se mueve en estas esferas, el que, como la torre bajo Madrid, escarba.