Llevo un tiempo intentando reducir mi consumo de carne, debatiéndome entre el amor por los animales y mis necesidades alimentarias particulares. Hasta el momento, y desde el respeto a las opiniones diferentes, siempre acabo en el mismo punto: la crítica a nuestros sistemas de producción actuales. Una vez pasadas las generaciones que tuvimos la suerte de convivir con animales de todo tipo, hemos escondido las granjas y los mataderos para olvidarnos de que la muerte es parte de ese proceso que nos lleva a comprar una bandeja de carne en el supermercado. Desterramos el dolor, el hacinamiento y el engorde artificial para no tener que pensar más allá y, además, para tirar cada día comida en diferentes establecimientos, porque no podemos esperar por los productos, sino tenerlos a granel en las estanterías. De nuevo, como en tantas cuestiones sociales, es fundamental la educación. Hace unos años, cuando comencé la carrera universitaria me sorprendió que una compañera me dijera que nunca había visto una gallina con vida. Sentí mucha pena por ella. Tantos años después me entero por Santuario Gaia que hay centros escolares que enseñan a los niños la vida que surge de unos huevos en una incubadora para luego matar a los pollitos el mismo día. No es esa la educación que yo quiero para los niños de mi mundo y no debería extrañarnos que cuando crezcan consideren que hasta sus mayores somos objetos de usar y tirar.
Queridos niños, los pollitos salen de los huevos, sí, pero no de una incubadora artificial, sino del calor de sus madres, las gallinas. Y si en tu colegio te enseñan algo así, pregúntales qué van a hacer con los pollitos y no dejes que les hagan daño. Ya que los adultos no te han enseñado el amor a los animales, sé tú el profesor por esta vez.