-Este es el final que no sabía encontrar –dijo en voz alta. Y extendió los brazos, como para echar a volar. Y no voló, ni cayó, ni se sintió morir. En lugar de eso, sin sorprenderse por ello en absoluto, escuchó sonar su móvil desconectado. Era Ángela.
Si quieres atarme los cordones de los mocasines, te freiré un huevo de cebra
Publicado el 20 octubre 2013 por Burgomaestre
“Si no tienes un final, no tienes nada”. Ya tenía su sentencia ¿Qué le quedaba por hacer? Levantarse e irse, nada más. Esteban salió del lujoso despacho del productor sin molestarse en mirar atrás. La última puerta se había cerrado con estrépito. Tendría que buscar dinero en otra parte, en algún rincón ignoto y remoto, quizá. Mientras esperaba el ascensor sacó un sobado cuadernillo de uno de los bolsillos superiores de su cazadora y escribió: “Te quiero sin remedio y con re-miedo”. En el ascensor había una chica joven y guapa. Ella ni le miró.La vida se convierte en una lucha entre la fe y la erosión. Uno necesita fe para creer, esa fe que mueve las montañas y las lleva a donde uno quiere. Pero no es fácil disponer de ella y cuando se consigue, puede que sea tarde para que ésta venza a la erosión, al desgaste que el tiempo nos ha practicado en nuestros perfiles, hasta dejarnos chatos de esperanza, chatos de ilusión. En el desván solía pasar horas muertas, tratando de reanimarlas, sin demasiado éxito. De un cajón, extrajo algunas revistas viejas. Le divertía mucho leer noticias atrasadas, anunciadas y nunca verificadas, predicciones incumplidas, que él pensaba que habían dado lugar a otros tantos universos paralelos en los que sí habían tenido lugar. Recordaba cuando las había leído, cuarenta años antes, cuando aquellas simplezas parecían reales y posibles. Ahora trataba de reconstruir al niño que existía en su interior, que las había leído por primera vez. “Frank Sinatra se retira a los cincuenta y cinco años, no sólo de la vida artística, sino incluso de la vida pública. En lo sucesivo, se limitará a leer y a hacer vida de familia” Julio Iglesia declaraba: “Dejaré la música a los treinta años y me dedicaré a ejercer la medicina”. Rock Hudson aseguraba que estaba pensando pedir en matrimonio a Susan Saint-James, Miguel Bosé afirmaba, en 1972, que él “sería el Peter O’Toole español”. Un anuncio, en el que se veía el dibujo de un señor calvo como la proverbial bola de billar (¿Son calvas, las bolas de billar?¿Cuándo perdieron el pelo?) rezaba (¿Por qué rezan los carteles? ¿Están contritos y arrepentidos o están pidiendo que les liberen de su sujeción?) la siguiente pregunta: “¿Se le cae el cabello?” cuando resulta evidente que no, que el cabello no se le cae porque ya se le ha caído. En alguna parte, en otra realidad, a aquel hombre dibujado le había crecido el pelo hasta cubrirle el despoblado cuero cabelludo con una elegante melena, y Miguel Bosé nunca había avergonzado a la audiencia televisiva española cantando y bailando “Don Diablo”, protagonizando, a cambio, el ansiado remake de “Lawrence de Arabia”; Sinatra nunca había cantado “New York, New York” y Rock Hudson había llenado de prole su feliz matrimonio con la señora McMilland. La Humanidad se había visto libre de la tardía y atrofiada versión de “Begin the Beguine” debida a la pálida garganta del follador melódico, latino, bronceado y delgado, que, en cambio, operaba las apendicitis primorosamente, con idéntica pasión y causando muchas menos molestias. “El guión no funciona porque no tiene final. Yo soy el guionista, quien debe dotar de un final a su guión o dejar de pensar que es un guionista, alguien que escribe guiones. Pero uno no puede dejar de ser lo que es, aunque haga mal lo que tiene que hacer.” Así pensaba Esteban cuando tomó el móvil para llamar a Ángela. Sus dedos, animados por la certidumbre de lo ritual, actuaron por sí solos. Pero Esteban se contuvo. Pensó en todas las ofrendas que Ángela y él se dedicaban, de disparatados actos de fe. Anunciarle su fracaso final era pisotearlas una por una. Mientras sostenía el aparato, sonó la alarma. Esteban miró la pantalla, acometido por una súbita esperanza. Comprobó, sin descolgar, que se trataba de su madre, una vieja viuda amargada con la que todavía convivía, pese a contar ya cuarenta y cuatro años, que le llamaba para que bajara a almorzar. Esteban desconectó el móvil y lo dejó, inerte y frío, sobre el cajón del que había sacado las revistas. Entonces hizo algo que nunca antes, pese a haber pasado tantos ratos de su vida en aquella buhardilla, había hecho. Despertando un chirrido seco de sus goznes, abrió la ventana y salió al tejado. Esteban caminó sobre las tejas, emprendiendo una vacilante excursión sobre el tejado de su casa, la casa en la que había nacido hacía más de cuatro décadas y de la que parecía que nunca iba a ser capaz de salir. “El futuro –se decía- es un forajido que te asalta con el rostro cubierto con un pañuelo. No puedes ver su cara, pero el futuro sí te ve, te espera, observa qué sendero escoges a cada paso, en el jardín, y sonríe, inmune a tu miedo, a tus dudas, a tus errores”. Esteban observaba el cielo, inmenso, azul, atravesado de nubes que parecían querer absorberle y pensaba que él no estaba allí para ofrecer su postrer canto de cisne, como hicieron los Beatles en la azotea de Apple, entregando su amistad, a cada nota, a una pira funeraria. Tampoco, pensando en más posibilidades, estaba allí escenificando el nacimiento de un amor, o la reacción a una traición entre amigos, como podía presenciarse en la terraza de “La ley del silencio”. Esteban había subido allí impelido únicamente por un sentimiento indescifrable, que le hacía pensar en Charlot huyendo de sus enemigos, resbalando sobre las tejas, o en un misterioso malhechor, como Fantomas o Judex tratando de burlar a sus implacables perseguidores. “El futuro que aguarda es una suerte de Destino. A veces nos alcanza a nosotros, otras, a nuestras obras, o incluso, a nuestros descendientes. El futuro no tiene prisa” Esteban se plantó, derecho, en el alero, donde apenas había espacio para apoyar los pies. Si hubiera soplado algo de viento, seguramente, habría perdido el equilibrio, pero todo estaba en calma, incluso en el interior del alma del escritor frustrado. Suspenso en aquella angosta extensión del Universo, Esteban pensó en Ángela y, sin advertirlo, permitió que sonara en su mente una canción tan naïf como enternecedora, “A toi”, de Joe Dassin. Nunca le había gustado, precisamente, por fácil e ingenua, pero en aquel instante se le reveló magnífica. Hacía falta estar muy convencido para dedicar cualquier cosa a otra persona y más para hacerlo con tal literalidad. Le resultaba paradójico que aquella canción fuera obra de un hijo de Jules Dassin, uno de los directores que, con mayor precisión y patetismo, había sabido retratar la fatalidad en films tan negros y agrios como “La noche y la ciudad”. De improviso, cesó de sonar la música en el anfiteatro de su mente. Esteban se sintió invadido por una límpida certeza, por un aserto clarividente.
-Este es el final que no sabía encontrar –dijo en voz alta. Y extendió los brazos, como para echar a volar. Y no voló, ni cayó, ni se sintió morir. En lugar de eso, sin sorprenderse por ello en absoluto, escuchó sonar su móvil desconectado. Era Ángela.
-Este es el final que no sabía encontrar –dijo en voz alta. Y extendió los brazos, como para echar a volar. Y no voló, ni cayó, ni se sintió morir. En lugar de eso, sin sorprenderse por ello en absoluto, escuchó sonar su móvil desconectado. Era Ángela.