Si quieres aventura

Por Tiburciosamsa



El Padre Mariano tuvo sus quince minutos de fama en su primera parroquia. Entonces era un cura joven y melenudo, que utilizaba a Bruce Springsteen en las catequesis y en las misas hacía que el padrenuestro se cantase al ritmo de bossa nova. Fue entonces que inventó el eslogan “si quieres aventura, hazte cura” y diseñó unos carteles muy bonitos, utilizando fotos del parque de Aigües Tortes, que más parecían anuncios de un club de senderismo que llamadas a la vocación. 
A alguien debió de llamar la atención su iniciativa, que un domingo vinieron a visitarle un fotógrafo y un periodista de “La Vanguardia”. Le entrevistaron y le hicieron fotos y un mes después el reportaje apareció en el suplemento dominical del periódico. El reportaje incluyó una foto suya a la puerta de la parroquia y otra en la que daba la comunión a los feligreses vestido con una simple camisa y unos vaqueros. En el pie de foto, ponía: “Cristo no necesitó de sotanas”. Estaba muy orgulloso de esa frase, aunque su favorita era: “Seguir a Cristo es la mayor aventura.” Le decepcionó que el periodista no la resaltase como merecía. Hubiera querido verla en un tipo de letra mayor y en negrilla, pero el periodista se había quedado con otra frase: “Debemos agotar los frutos del Concilio”, que así expresado se entendía mal y de hecho al domingo siguiente además de los parabienes de los feligreses y tuvo que responder veinte veces a la pregunta de que había querido decir con aquello de “agotar los frutos del Concilio”, y así fuera de contexto sonaba raro, pero peor sonaba la explicación, que sólo había dos maneras de darla: o a lo sencillo diciendo cuatro topicazos con tufillo a Teología de la Liberación, o a lo complicado, poniéndose teológico y aburrido. El Padre Mariano optó por lo primero y confirmó a todos en sus sospechas de que era un rojazo de poca confianza.
Aparte de sus feligreses, también recibió la felicitación del Señor Obispo, que se dignó llamarle al día siguiente. Le dijo que le había parecido muy bien, que todo lo que se hiciera para fomentar vocaciones era excelente, que la mies es mucha pero los obreros son pocos. Y terminó preguntándole qué había querido decir con lo de que había que agotar los frutos del Concilio. Con el Señor Obispo probó con la explicación complicada, pero el Señor Obispo le había llamado para darle unas palmaditas en la espalda, no para hablar de teología. “Muy interesante”, le cortó y dio por terminada la conversación. 
La campaña “Si quieres aventura, hazte cura”, produjo escasos resultados, aparte del reportaje. La única vocación que suscitó fue la de Benito, un catequista tan entusiasta como obtuso, cuyo paso por la Iglesia fue casi tan fugaz como la celebridad del Padre Mariano. Benito sucumbió a las tentaciones de la carne apenas cantada su primera Misa. La Santa Madre Iglesia no perdió gran cosa.
Ahora, quince años después de aquello, el Padre Mariano ya sabía que las mayores aventuras que le había traído su Ministerio eran la de adivinar si su ama le quemaría los pantalones al planchárselos, la de enterarse de que aquella pareja tan enamorada a la que había casado unos meses antes ya se había divorciado y la de que le llamasen de noche para administrar la Extremaunción. Esto último le ocurría con cierta frecuencia. Sus parroquianos iban envejeciendo y sus familiares siempre dejaban lo de la Extremaunción para el final de la jornada, una vez que habían concluido tareas más apremiantes como la de llevar el coche al taller o recoger a los niños del colegio. 
Una excepción fue la del Señor Rogelio. Su esposa, Doña Esperanza, le llamó a media mañana. “Padre, Rogelio, que se muere”. Estaba tan poco acostumbrado a que le llamasen para dar los últimos sacramentos, que sólo se le ocurrió responder: “¿Ha probado a llamar al 061?” “Lo que necesita ya es un cura”. Ahí ya reaccionó. Le aseguró que se plantaba allí en un momento y, por si acaso, repitió la recomendación de lo del 061.
Cuando llegó, le abrió la puerta Doña Esperanza. Le asomaban las lágrimas, pero se la veía muy entera. “Pase, pase”, le condujo al salón. Tumbado en el sofá, yacía el Señor Rogelio, con aspecto de que ya sabía lo que había más allá. En un rincón un hombre con aspecto de médico hacía una llamada con el móvil. Después de todo Doña Esperanza sí que había llamado al 061. 
Se arrodilló junto al rostro descompuesto del Señor Rogelio. Le pareció que ya olía a muerto. O tal vez fuera esa colonia tan asquerosa que se ponía, que se le revolvían las tripas cuando se acercaba a comulgar y sus dedos tenían que rozar esa lengua viscosa. No eran pensamientos caritativos, pero para qué negar que el Señor Rogelio le caía un poco gordo. En cada reunión de la parroquia la tenía que montar, que si la Misa debería ser en latín, que si la sotana debería ser obligatoria. Y si no la tenía con él, le buscaba las cosquillas a cualquiera de los demás feligreses, que si los de CiU son unos corruptos, que si los del PSC nos llevan al desastre, que si…
- Padre, ¿verdad que el Rogelio se salvará aunque fuera un poco así?
Se sintió avergonzado de sus pensamientos. Había perdido el hilo de la oración y estaba atascado en …. Después de todo la aventura de ser cura estaba en descubrir si la memoria te fallaría en el peor de los momentos.
- Desde luego. Era un buen hombre.
- Pero bastante cabronazo.
La salida de la flamante viuda le descolocó. Sí, Don Rogelio era un cabronazo, pero esas cosas no se dicen de los muertos y menos si están de cuerpo presente.
- Dios sabe que todos no estamos igualmente dotados para la caridad. Para los menos pacientes, el solo esfuerzo por controlar sus pasiones ya les basta para asegurarse el purgatorio.
- Tampoco es que el Rogelio se controlase tanto. Cuando le tenía hincha a alguien, bien que dejaba que todo el barrio se enterase.
- La misericordiosa divina es mucho mayor de lo que nos imaginamos.
- Eso espero, por el bien del alma de Rogelio.
Salió de la casa, enfadado consigo mismo. De un cura se espera que sepa controlar sus emociones, que tenga las palabras de aliento precisas en la punta de la lengua, que no se deje sorprender. En la casa de Doña Esperanza había dejado que sus sentimientos hacia el finado le pudieran, sólo le habían salido tópicos manidos y aun esos los había pronunciado sin convicción y había dejado que las salidas de la viuda le desconcertasen. Y lo peor de su profesión es que en casa no le estaba esperando nadie con quien desahogarse. Si quieres aventura, ve a un gorila y que te la ponga dura. 
El funeral se celebró una semana después. Preparar el sermón le costó. El cuerpo le pedía decir que no le echarían de menos, es más que sería un alivio saber que no asistiría a la próxima reunión parroquial. En lugar de eso, tuvo que hablar de lo mucho que lo añorarían y de lo buen hombre que era, aunque no supiera mencionar ni un gesto generoso que le hubiera visto en los siete años que llevaba en esa parroquia. Al final echó mano de varios sermones funerales que había dado en el pasado y cogiendo de aquí y de allá, le quedó un texto que quedaba tan presentable como insincero.  
La asistencia al funeral fue aún menor de la que había aguardado: Doña Esperanza con una amiga, la Señora Remedios, que era una asidua a la misa de ocho, y el mendigo rumano que se colocaba en la puerta de la iglesia y que había entrado porque caían chuzos de punta. “No es que el difunto mereciese mucho más”, le pasó el pensamiento según iniciaba la misa y le creó tal sentimiento de culpabilidad que el resto de la celebración lo hizo con tal emoción que se hubiera dicho que era deudo del difunto. 
Tras la Misa, Doña Esperanza se le acercó con los ojos enrojecidos. “Padre, me ha emocionado mucho”. 
- Me hago cargo, hija.
- No, realmente. Eso de que Dios puede pedirnos cuentas en cualquier momento y que la confesión es la mejor amiga del cristiano, me ha llegado muy hondo.
- Sí…- Se hubiera esperado que la emocionase la referencia a su marido como un caballero cristiano, que ocultaba discretamente sus virtudes y su bondad, o la referencia a que Dios siempre perdona, a condición de que haya un arrepentimiento sincero. Pero no, parecía que, como con el reportero quince años antes, la gente tendía a fijarse en la parte de sus palabras que él consideraba más irrelevante. 
- Padre, quisiera confesarme.
- ¿Ahora mismo?
- Usted ha dicho que Dios puede pedirnos cuentas en cualquier momento.
Le habían pillado. Ya podía ser igual de persuasivo cuando le sugería al Señor Obispo que le trasladase a una parroquia de más enjundia. Aunque el cuerpo le pedía descalzarse y tumbarse en el sofá de casa a leer algo, no pudo encontrar argumentos que pusiesen su confort corporal por encima de la salvación del alma de Doña Esperanza. Así pues, la invitó a pasar a la sacristía, le ofreció una silla, él se sentó en otra y se dispuso a escuchar su confesión.
- Padre, me confieso de que he envenenado a mi marido.- Lo soltó con la misma tranquilidad con la que se confesaba de no haber devuelto un cambio mal dado o de haber hablado mal de la vecina del segundo.
- Hija mía, ¿sabes lo que estás diciendo?- La sorpresa le llevó a recurrir a la fórmula que profería mecánicamente cada vez que el feligrés le venía con un pecado un poco subido de tono, que solían ser pecados relacionados con la entrepierna. 
- Sí, que le puse en el café unos polvitos y en cinco minutos se fue. 
- Pero eso es horrible.
- No crea. Apenas sufrió. Se llevó la mano al pecho, se tumbó en el sofá donde usted lo encontró y a los dos minutos dejó de respirar.
- ¿Eres consciente de lo que has hecho?
- Perfectamente. El Rogelio, que está en la Gloria según lo que usted ha dicho esta noche, era un grano en el culo. Después de más de treinta años aguantándole, me dije: “Esperanza, te quedan diez o doce años de estar bien. ¿Quieres disfrutarlos tranquilamente, haciendo cosas que nunca has hecho, o prefieres pasarlos oyendo los gruñidos de tu marido, que no te deja ni respirar?” Y, ¿qué quiere? Creo que me merezco que mis últimos años sean tranquilos.
- Pero has matado a una persona…
- Le he enviado al cielo, que es distinto.
- Dios podía tener otros planes para él…
- ¿Para un cascarrabias como el Rogelio?
- ¿Y la gente que le quería?
- Dígame una sola persona que le quisiera o que le aguantara. No tenemos hijos y su pariente más cercana es una hermana con la que se peleó con motivo de la herencia. No, Padre, ahora estamos todos mejor: el Rogelio en la Gloria y yo en casa, con mis solitarios y mi televisión.
- ¿No has pensado en decírselo a la policía?
- El forense dijo que había sido un infarto de miocardio fulminante y yo no soy quién para contradecirle. 
- Pero tú y yo sabemos que eso no es cierto.
- Mire Padre, yo ya me he confesado con usted, que quiero estar en paz con Dios. Lo de la policía es asunto mío. Absuélvame y terminemos, que tengo que preparar la cena. 
- No te puedo absolver. No estás arrepentida, ni tienes propósito de enmienda.
- ¿Cómo lo sabe? ¿Es usted telépata, padre? ¿Sabe más que Jesucristo, que perdonaba a todos los que se le acercaban sin hacerles tantas preguntas?
La referencia a Jesucristo le dolió. Era un golpe bajo contra el que no le habían preparado en el seminario. Sí, Jesucristo le había dicho a Pedro lo de que los pecados que perdonáreis, quedarán perdonados y viceversa, pero no habían tenido que lidiar con Doña Esperanza. Alzó la mano y comenzó a recitar la fórmula de la absolución. Con la conmoción que tenía, le puso como penitencia dos padrenuestros y tres avemarías, una minucia, la misma penitencia que les ponía a los adolescentes pajilleros.