Sí, soy fuerte.
Así pudiera resumir mi estado de ánimo actual. No es difícil explicarlo. Alguien me lo ha dicho, alguien en quien confío y que, estoy seguro, no lo dijo sólo por decirlo. Lo mejor: hay pruebas de que es cierto.
El sábado pasado durante mi terapia, la psicóloga me descubrió de una manera en la que nadie lo había hecho. Fue de pronto como si me quitaran un velo, una máscara, un traje que no me quedaba, pero al cual, después de tantos años de llevarlo, me hubiera adaptado. No el traje a mi, sino yo al traje.
Me ha hecho ver que, a pesar de mi supuesta fragilidad, a pesar de mi supuesta falta de ganas de hacer las cosas, hay siempre una bomba en potencia que espera hacer explosión, y cuando eso sucede, todo el mundo tiembla. Y es cierto.
Me sucedió apenas la semana pasada en el trabajo cuando, luego de aguantar vara con algunas bromas pesadas, me colmaron la paciencia y respondí de una manera agresiva. Sí, estaba enojado, pero no exploté, dejé salir una simple contestación a la que no están acostumbrados y se asustaron, trataron de calmarme, aunque sólo respondí a una pequeña agresión.
Con mi madre sucede lo mismo. No alcanza a comprender que también me enojo, que también me puedo encabronar.
Y bueno, con mi esposa no se diga. Ella es la que más ha sido testigo de esas grandes explosiones de las que, de vez en vez, soy presa.
Y sí, me siento fuerte.