Hablábamos hace unos días o meses, el tiempo me parece tan diluido, que en términos generales, estoy amargado.
No es algo muy raro. Es muy posible que así sea.
He pasado de ser una persona medianamente inteligente a una muy metida en su propia desgracia.
Y ni hablar de la pérdida del disfrute.
Mi poca posibilidad de gozar de la vida se hace patente en cada momento. Mi jefe, o al menos uno de ellos me lo hace ver cada vez que lo percibe. Me hace burla del gesto adusto que siempre tengo, del ceño fruncido, de la mirada dura, de mi silencio a prueba de todo: bromas, anécdotas o recuerdos. Incluso, a veces, a prueba de los buenos modales.
De ahí que mi esposa diga que soy un amargado, de ahí que mucha gente cree que soy muy mamón. Y sí, las dos cosas son ciertas. Tanto que siempre tengo esa expresión de fuchi, de leve asco, de ligero hartazgo por la vida, como que soy un poco mamón.
El punto es que no he logrado tener un punto de equilibrio entre el gozo y la crítica sana a la ignorancia y la estupidez que me rodean.
Ni hablar del sinsentido que el 85% de la vida tiene. Creo que de las 16 horas que estoy consciente al día sólo valen la pena unas seis, esas en las que estoy con mi familia. El resto, en el trabajo, las paso medio en blanco, aunque siempre son muy estresantes.