Parapetarse detrás de un dogma o una idea y negarse a contemplar otras opciones es una limitación y un riesgo que corremos como personas y como demócratas. Nunca debiéramos renunciar a nuestra capacidad de análisis, a dudar de las verdades absolutas y a distinguir la realidad de lo que son simples apariencias.
Desde la aparición de la extrema derecha, como opción política con importante respaldo electoral, trato de comprender qué lleva a un ciudadano, con nómina insuficiente para llegar a mitad de mes, a dar su voto a las mismas opciones políticas de aquellos que viven en la abundancia, qué le lleva a rasgarse las vestiduras cuando se anuncia subida de impuestos a los más ricos. Quisiera encontrar respuestas para comprender qué tipo de seducción ejerce sobre él los mensajes machistas, homófobos, racistas y clasistas. Cómo es posible que acepte la desigualdad como algo inevitable cuando ésta le abofetea la cara todos los días.
La frustración ante las promesas incumplidas o el temor ante las incertidumbres no es suficiente explicación. El desprecio a la democracia como un sistema que permite a cualquier zote alcanzar el poder es una monserga que recuerda las épocas en las que el poder estaba reservado para determinadas élites sociales. Que esta democracia es imperfecta es una certeza, pero mientras no conozcamos un sistema mejor hay que defenderla de manera crítica y exigente ante los intentos de volver a los tiempos de la momia, al sometimiento social o al funesto "¡muera la inteligencia!".
La crispación y el todos son iguales son estrategias para ahuyentar votantes "socialcomunistas, separatistas, proetarras y bolivarianos". Se trata de que sólo voten los de "la España que madruga", ¡vaya sarcasmo!, y los nostálgicos de la "una, grande y libre". Se trata de una simple estrategia electoral: ¡La antipolítica para vencer en política!
Habría que desconfiar de quienes califican la democracia como un sistema que sobrevalora a los electores que votan sin tener un conocimiento de la realidad y precavidos con quienes denigran a los electores calificándolos de ignorantes si no votan "adecuadamente". Una realidad: en algo fallamos como sociedad cuando incitar al odio y al resentimiento obtiene réditos electorales. Algo no funciona en esta democracia cuando el desprecio hacia la política lo alimentan muchos políticos, cuando seguir una sesión parlamentaria genera perplejidad, bochorno y desafección.
Algo no funciona cuando atendemos más a los encontronazos hostiles y banales o al morbo del navajeo dialéctico que a lo interesante, urgente o necesario. Es en este desconcierto cuando emergen opciones que prometen todas las soluciones, pero como carecen de ellas se dedican a señalar al diferente, quien defiende otras opciones de vida.
Como electores tendríamos que defender la democracia ejerciendo algún tipo de control sobre los cargos electos. Exigirles, por ejemplo, que respondan a las expectativas que generan. Salvo que alguien vote para que sus representantes se dediquen el insulto, desprecio y bloqueo, debiéramos demandar de cada anuncio, información y explicaciones para saber cómo, cuándo y con qué partida presupuestaria se piensa concretar. Si sabemos que no todos son iguales, exijamos que lo demuestren.