Sicario(2015) era una propuesta de género disfrazada de cine de autor. Con Denis Villeneuve -La llegada (2016)- detrás de la cámara, la película jugaba a hacernos creer que estábamos ante una variación de La noche más oscura (Kathryn Bigelow, 2012) cambiando a Jessica Chastain por Emily Blunt. Aquel film sobre la caza de Bin Laden se refería sobre todo a la administración de George W. Bush -a pesar de recrear hechos ocurridos durante el mandato de Obama- y ponía sobre la mesa el coste personal -a nivel individual- y moral -a nivel de país- de una causa 'justa' como asesinar a un terrorista. En Sicario, Emily Blunt también era una mujer en tierra de hombres, enfrentada a oscuras instituciones y agencias gubernamentales enfrascadas en la lucha contra otro mal, el narcotráfico. En una entrevista en la revista Fotogramas (abril, 2018) la actriz contaba que Benicio del Toro solía cederle sus frases, sabedor de que el auténtico protagonista era él, nada menos que el 'sicario' del título, embarcado en una venganza que revelaba una revenge movie latiendo fuerte debajo del trasfondo político y social que proponía el guión de Taylor Sheridan -actor de Hijos de la anarquía (2008-2014), nominado al Oscar por el texto de Comanchería (2016)-. Ahora, Sicario: el día del soldado juega prácticamente las mismas cartas, con algo de desventaja, eso sí. Ya no está la puesta en escena de Denis Villenueve, la fotografía del maestro Roger Deakins -Blade Runner 2049 (2017)- ni la música de película de terror del lamentablemente fallecido Jóhann Jóhansson (al que se dedica esta película, y cuyo tema, The Beast, se recupera para el final del film). Esta secuela no tiene nada de eso, y, aún así, resulta francamente estupenda. La planificación del italiano Stefamo Sollima -con experiencia en series como Roma Criminal (2010) y Gomorra (2016)- no tiene la elegancia de Villeneuve, pero es competente y sólida. Y sobre todo hay que hablar del guión del que sigue estando, Taylor Sheridan, que repite la propuesta de la primera película y la perfecciona. Ya no puede jugar al misterio, porque conocemos la verdadera naturaleza de los personajes, por lo que se ahorra presentaciones y va al grano. Matt Graver (Josh Brolin) y Alejandro (Benicio del Toro) son de nuevo hombres sin escrúpulos pero con un objetivo positivo, acabar con el mal, encarnado antes por los narcotraficantes y ahora también por terroristas y por las mafias que mueven a los inmigrantes en la frontera entre EE.UU y México. Así, la segunda parte de Sicario se inscribe en la era de Donald Trump. Sheridan vuelve a utilizar a un niño como expresión de las víctimas de la violencia de los hombres, de los países, del sistema, aunque ahora mejora su arco de personaje -Miguel (Elijah Rodríguez)- y le da más protagonismo en la trama; reincide también en retratar a los que están en el poder como a funcionarios egoístas -Matthew Modine y Catherine Keener- sin principios o criminales inhumanos sin respeto por la vida; por último, de nuevo, un personaje femenino está en el centro de la violencia, como espectadora y casi víctima. Antes lo fue la mencionada Emily Blunt, ahora es la niña Isabela Moner. Lo que diferencia Sicario de otras películas del género de acción, es que sus protagonistas no son héroes, son profesionales. Graver y Alejandro hacen gala de la misma pericia en el combate que John Rambo, Dutch o Frank Martin, pero disparan sin sentimientos de por medio. Alejandro quiere vengar la muerte de su familia -como El justiciero de la ciudad (1974) o The Punisher- pero nunca vemos a ese enemigo contra el que tiene una cuenta pendiente -¿Quizás en la tercera parte?-. El mal en Sicario se mantiene sin rostro, abstracto y se individualiza, apenas, en el criminal de poca monta que forma parte de una sistema mayor o en el burócrata que pone trabas a la lucha por la justicia. El mal en Sicario es económico y social -como los bancos en los pueblos deprimidos de Comanchería- y los protagonistas se enfrentan a él con tácticas de guerra, jugando con las estadísticas. Y en Sicario: el día del soldado, descubrimos que si no hay nada personal contra el enemigo, tampoco lo hay con el aliado.