Sidonie en Japón (2024) de Élise Girard es una preciosa historia de amor entre dos personajes, en la que la chispa surge del choque cultural y de las heridas vitales de cada uno. ¿Hay mejor motivo pare enamorarse que consolarse mutuamente? La protagonista es Sidonie, la siempre estupenda Isabelle Huppert, que interpreta a una escritora que ya no escribe, pero que viaja a Japón por la reedición de su primera novela, de la mano de su editor Kenzo Mizoguchi (Tsuyoshi Ihara). La clave de la película es descubrir cómo pueden llegar a encajar estos dos personajes tan distintos, y qué conflictos y penas arrastra cada uno, mientras la cámara retrata con sutil comicidad el choque cultural entre ambos. La película remite, claro, a otros encuentros entre una occidental y un asiático, como la obra maestra Hiroshima mon amour (1959), pero la desorientación cultural del personaje de Huppert recuerda también al despistado Bill Murray de Lost in Translation (2003). Incluso, en una determinada escena, los dos personajes principales reflexionan sobre otras vidas posibles, lo que hace volar la fantasía romántica hacia el terreno de una película como Vidas pasadas (2023) -o quizás prefiramos, La vida en un hilo (1945) de Neville-. Con la sencillez narrativa y la pausa contemplativa del cine japonés -pensemos en Yasujiro Ozu- y la frescura plástica de la Nouvelle Vague -pensemos en Eric Rohmer-, la película se desarrolla de forma dulce y tranquila, hasta que irrumpe lo sobrenatural, eso sí, con la naturalidad de un Apichatpong Weerasethakul, y con la comicidad tangente de Woody Allen cuando se acerca a estos temas. Película trágica, pero ligera y delicada, sobre cómo sobrevivir a los seres queridos, Sidonie en Japón transcurre lentamente como el cine de Jarmusch, o más certeramente, como un jardín zen pintado por Claude Monet. Para espectadores buscando un refugio del mundanal ruido.