Uno debería tratar de ser su mejor personaje. Quizá le dije alguna estupidez así. En esa época me servía de muchas de estas frases que pueden decir mucho en un libro, pero que casi siempre hacen que te veas como un idiota en la vida real. Y en la vida real siempre fui un romántico —lo sigo siendo, supongo—, en el peor de los sentidos. Ya sabes, en el de Tristán e Isolda, y Las penas del joven Werther; aunque yo no tenía sierpes gigantes a las que cargarme, ni un amigote en esa onda demodé —se llamase o no Guillermo— al que calentarle la oreja con la que me gustaba a cada rato.
Antes de todo lo que venía a explicar hoy, aprendí que un tío romántico es la mayor parte del tiempo también un capullo enamoradizo. Esto es que le cuesta poco obviar los defectos de aquellas chicas (o chicos) objetos de su enamoramiento, e incluso ver una parte positiva a los mismos, y hacerse una imagen que adorar en soledad. Ocurrió desde la guardería, cuando perseguía a una niña por semana, hoy de caras y hasta nombres olvidados; en el colegio, donde saqué un par o tres de veces el valor para hacerme un Cyrano bajo los bloques de periferia de Roquetas a Hospitalet, y hasta aterrizar en la universidad, que junto al primer beso, de niños, con la Anaïs, y el empujón correspondiente, y el hacerla llorar, y el Javier eres más malo que la tiña de la profe, es la única espina que tuve clavada un buen tiempo.
Ya lo he dicho por ahí arriba: siempre fui un romántico, pero al llegar a la universidad, cansado estaba de no follar. Y el romántico vive más del deseo que de la acción, eso lo sabe todo quisqui. Así que, decidido a dar un giro de ciento ochenta grados, me dejé arrastrar hasta las fiestas de los Erasmus, y allí conocí a la americana. La americana era una chavala resultona, pero no guapa; con familia catalana que había peregrinado a tierras yanquis, y, según decía ella, relación directa con los Gaudí. Era castaña, delgaducha y solía cubrir sus extraordinarios pechos y su cintura apenas curvilínea con vestidos de diario, algo que me volvía loco entonces, y sigue haciéndolo ahora.
Me fijé en ella por consejo de mi amigo Juan, y ahí debí empezar a sospechar.
—Che, Jevi —así me llamaba él; nosotros a Juan le llamábamos Pipo hasta que se largó a recorrer el mundo con su mujer—. ¿Conocés a la americana? —Venía tambaleándose, medio recostado sobre la pobre chica.
La americana tenía una mirada anodina y marrón, pero era la forma que tenía de mirar lo que le imprimía un matiz encantador. De haber visto mucho ya a los veintitantos, o de saber fingirlo. Esa noche lucía un vestido rojo con escote que le caía de puta madre. Cruzamos unas cuantas palabras sobre el piso, la fiesta, el Erasmus, y Pipo nos dejó a solas; antes de irse y perderse entre la gente, me dio un katxi de cerveza.
Un par de horas antes me había dicho:
—¿Te gusta la mina esa? Es linda, ¿eh? —Yo no tenía a Juan por una Celestina, así que todo aquello me sorprendió un poco. Luego, se convirtió en la norma.
—Es simpática, y está buena, pero…
—No te tenés que casar con ella, pendejo —me cortó—. Disfrutá la noche.
Aquella noche, sin embargo, solo me gané una resaca. Nervios que se tradujeron en demasiada cerveza. Según me explicó Juan, de madrugada, apareció la policía, porque algunos de los chavales se dedicaron a volcar todos los contáineres de la calle Numancia. Cuando llegaron los mossos yo me había quedado dormido en un sofá, y apenas me enteré de que nos estaba largando la policía.
Los días siguientes fuimos —Pipo, yo y otro al que, por razones obvias, apodaremos como el Escarolo— de arriba para abajo con la americana: incluso nos invitó a su casa y conocimos a su padre, artista conceptual, cocainómano y nudista, algo que a él no le supuso ningún problema para estrecharnos la mano, repartir abrazos y salir a un pequeño balcón que daba al Portal del Ángel a despedirse a gritos tal y como llegó al mundo.
—Qué enrollado tu padre, quería darme una bolsa de perico —comentó Juan.
—Sí, él es muy así. Es por nuestra parte francesa, ya sabes: Il est interdit d’interdire.
—Aquí somos más de prohibir y reprimir —comenté yo.
Como respuesta, solo obtuve un suspiro de autosuficiencia. El Escarolo seguía alucinado. Se frotó los rizos indomables y se cerró la trenca. Debía haber cogido frío solo de ver al padre de la otra en el balcón.
Quizá fue todo aquello lo que me empujó a acelerar mis planes, si es que eran míos. Eso, y Juan repitiéndome una y otra vez cuándo iba a hacer algo. Eso, y que el hálito de romanticismo empezaba a evaporarse. Quedamos los cuatro en el Nevermind, que entonces aún era el Valhalla, y el Escarolo se rajó poco antes de la hora. Yo me arreglé todo lo que supe, y tiré para allá desde casa de mis padres, a los pies de Collserola.
—Vas más perdido que turco en la neblina, pibe. Mira cómo te vestiste, lo mismo de a diario.
—Es ropa limpia, joder.
—Vos querés la chancha y los veinte, Jevi.
—¿Eh?
—Va, tirá, tirá.
Y Pipo desapareció con una copa fuera; luego nos enteramos de que se encaró con el de seguridad porque no podían sacarse bebidas y tuvo que salir corriendo al tirarle el whisky cola a los pies. El Escarolo, que se había decidido a venir, se lo encontró escapando de un bigardo de dos metros, y se perdieron por el Gótico, dejándome, sin saberlo, a solas con la americana.
Hablamos un rato sentados en los taburetes de la barra. Ella se acercó un par de veces hacia mí para hablarme al oído, y me acarició la barba con una de las manos; yo le acaricié el brazo, y ella ignoró el gesto.
Se ve que seguía hablando, y yo ni me había enterado:
—Allí hay más variedad, en estudios y en todo, you know? —Tenía esa puta manía de intercalar palabras en inglés.— No lo digo por enfocarse al mercado laboral, sino a que, aquí, es difícil ver más allá de lo mainstream.
—Main… ¿qué?
Después intenté dirigir yo la conversación, pero no había forma. No había modo de competir con Gaudí, su familia francocatalana/angloestadounidense y los viajes en business. Aun así, recuerdo que traté de hablarle del voluntariado en la protectora, lo chungo que era el barrio cuando todavía había jaco en cada esquina —eso fue uno de los temas que se me vino a la cabeza con sus sorpréndeme—, y lo mucho que odiaba con toda mi alma la lógica de segundo orden en la otra facultad.
Pedimos otras dos cervezas, y se me ocurrió probar. Debí silenciar mi yo romántico y mi yo feminista, o estos aún se hallaban contaminados de hormonas (y jamás es excusa), y la cagué del modo siguiente: ella se levantó, yo me levanté; ella sacó un cigarro y me lo mostró, yo la rodeé con mis brazos, y le toqué el culo. La americana se me quedó mirando, visiblemente turbada; aparté la mano, que jamás llegó a magrear nada, y mucho menos alcancé un beso. La chica que tenía delante me dijo que le habría costado menos de procesar un morreo que una tentativa así, pero que, en cualquier caso, no estaba interesada.
—¿Solo amigos? —pregunté.
—Sorta —dijo ella, apartándome también con el idioma.
—Eh… Sorry, pues —Sonó tan idiota como se lee—. Juan me dijo que te gustaba, pero la verdad es que tenía que haberme fiado más de lo que veía yo; bueno, o de lo que no veía.
—Que el otro día follásemos Juan y yo no quiere decir que me vaya a enrollar con media facultad, ¿sabes?
—No, no.
—Pues eso.
La americana se largó y yo me quedé con dos cervezas en la barra. Le pedí algo fuerte al Metralleta, que había aparecido al otro lado; me puso un chupito marrón, pero no me dijo de qué.
—Vaya tela, Javierillo. Del Cyrano tienes la nariz y lo que no es la nariz, compadre.
Y yo me acabé las cervezas, el chupito, y entonces sí, dejé caer la cabeza contra la barra pegajosa de mil bebidas, y ni eso me importó. Sonaban los Platero, y Fito Cabrales cantaba: Somos los Platero pa’lo bueno y pa’lo malo, esto es rock and roll ¡y no somos americanos!
***
Semanas más tarde, la americana se largó a Houston. Lo recuerdo bien porque todos, y sobre todo ella, nos ahorramos un problema. Pero aprendí unas cuantas cosas de ese embrollo, y, tres o cuatro semestres más tarde, cuando volvió a Barcelona, me la encontré y nos reímos de aquello. Entonces le diría que me comporté como un cerdo, y le pediría perdón; y ella, solo me aclaró que no había nada que perdonar, que le había parecido un chaval absurdo e inofensivo, pero que me podía sacar la espina, que, para ella al menos, no era ningún cabrón machista. Y me diría algunas cosas más, que no van a formar parte de esta historia, pero que yo rechazaría, a sabiendas de que prefería aceptar mi estatus de idiota romántico que hacer ver que era alguien que no soy.
Pero ¿os voy a mentir a estas alturas? Me pudo la curiosidad, y cómo el cabrón del argentino se había metido en la cama de media promoción (y del resto no porque eran tíos o le conocían la fama, y ahí se salvaban).
—Pibe, ¿qué querés que te cuente? Le tiré los galgos. Vos tenés que ponerle garra a la cosa…
Pero yo siempre fui un romántico.
NdA: Recordad que esto es un relato, y no seáis nunca tan capullos/as como el protagonista.